Tengo un amigo tan, pero tan crítico del equipo del que simpatiza que le toman el pelo diciéndole que es “hincha de River del 75”. Y no es que a River le falten títulos y victorias que festejar. Pero parece que todas las formaciones que sucedieron a ese equipo mítico que rompió la maldición de casi dos décadas sin festejos fueron herederos indignos, inferiores.
Con el peronismo sucede más o menos lo mismo. No es exagerado decir que es el peronismo clásico en su fase inicial el único con verdadero potencial mitogenético: los años que van de 1946 a 1949 son los que imprimieron en el imaginario colectivo la memoria indeleble de la fiesta nacional y popular.
Esa fiesta era insostenible y duraría poco. Ninguna de las formas sucesivas del peronismo se acercaron mínimamente a esa época de gozo intenso y total.
No lo consiguió el peronismo de la primera poscrisis, cruzada por tensiones, conflictos políticos, sociales e institucionales, y los intentos de hegemonización definitiva.
Tampoco lo hizo el peronismo de la proscripción, que agregó a su identidad festiva y descendente una componente épica. Fue ese peronismo, eterno conspirador contra los gobiernos de la democracia tutelada, el que retrasó la normalización institucional que en definitiva permitiría su propio retorno al poder.
No fue el caso del peronismo de los pistoleros: los revolucionarios de izquierda y los neofascistas de derecha. Ni el del Perón del retorno, que quemó casi totalmente sus expectativas a poco de asumir el Gobierno. Tampoco el peronismo débil, sectario y agonizante de Isabel.
No fue el caso de la Renovación cosmética posterior a la derrota de 1983. Ni el del menemismo, verdadero hecho maldito interno a la identidad peronista, con crecimiento económico pero sin generación de trabajo ni derrame.
El espíritu que animaría a los sucesivos peronismos, todos con su resultado común de fracaso y frustración, fue el deseo por retornar a aquella Edad de Oro. Y justo cuando esa memoria emotiva empezaba a diluirse fue el peronismo kirchnerista, feliz heredero de la megadevaluación, la capacidad instalada durante el menemismo y el boom global de las commodities el que pudo reactualizar la fiesta del peronismo originario.
Fue igual de insostenible y duró poco, como el de 1946, pero aportó al peronismo la clave fundamental de la fidelización del electorado. Una clientela segmentada, policlasista, beneficiaria de la concentración de recursos desde el Estado y posterior redistribución: planes sociales y asistencialismo para la clase baja, empleos públicos y capacidad de consumo para la clase media, contratos con el Estado y proteccionismo para la clase alta.
La base electoral del peronismo está compuesta por votantes que gozan de algún tipo de estos beneficios o aspiran a recibirlos. Nada de proyecto de país, de perspectiva estratégica, de concepción arquitectónica del Estado. Fuera del aumento del ingreso, los principios doctrinarios del peronismo son puro ejercicio discursivo, puro verso.
Ya no sirve ni la categoría autocomplaciente de “movimiento” ni el concepto politológico de “partido atrapatodo”. Ni qué decir de la hermosa ficción doctrinaria de la Comunidad Organizada. Con Cristina el peronismo se convirtió definitivamente en el partido del Estado: grupos subordinados a un poder vertical que se disputan fragmentos del poder estatal, según una lógica entre confrontativa y transaccional. Con el nuevo Gobierno esa mínima coordinación vertical ha devenido en una coalición horizontal de “bandas” en pugna (el término es de Jorge Asís).
Los peronistas sinceros “del 46” o de cualquier otro de los avatares posteriores podrán seguir pensando que la identidad peronista reside en un corpus doctrinal y denunciar a los mercaderes que mancillan con su trapicheo la sacralidad el templo. Lo cierto es que en la actualidad, definirse como peronista expresa menos los ideales políticos que las ambiciones personales, ya sea en términos de dinero, poder o influencia.
En su extenso periplo histórico, el peronismo se encuentra hoy en los confines del universo político, en trance de convertirse en otra cosa, liberada casi totalmente de la lógica del bien común. El discurso, por su parte, sigue siendo el mismo.