¿Qué recordamos el 20 de junio?

¿Qué recordamos el 20 de junio?
Manuel Josë Belgrano

¿Por qué es un prócer Belgrano? En el caso de nuestro otro gran prócer, San Martín, el calendario oficial indica que el 17 de agosto se conmemora el Paso a la Inmortalidad del Libertador. Cada palabra y cada mayúscula están cargadas de sentidos, pero todos ellos refieren al prócer de manera global. En el caso de Belgrano, en cambio, toda su vida quedó resumida en este único e inspirador momento de creación de la bandera.

Estas atribuciones y fijaciones son obra de la posteridad, que al incorporarlos al panteón patrio eligió determinadas circunstancias y valores, de acuerdo con sus opiniones y necesidades, y los moldeó en bronce para asegurar su inalterabilidad.

Sin embargo, cada tanto reaparece la curiosidad por conocer a los hombres, más allá de los bronces. No siempre por buenas razones. Algunos buscan el escándalo en la vida privada; otros cultivan la iconoclasia -últimamente de manera literal- porque los próceres no se ajustan adecuadamente a las causas del día. Por una u otra razón, suele concluirse que su ejemplo no es “correcto”, lo que despierta la defensa encendida de quienes reivindican acríticamente la versión panegírica inicial, presentándola incluso como “lo que nunca se dijo”, un truco siempre rendidor.

Los buenos historiadores se distancian del panegírico, el farandulerismo y la iconoclasia. Se interesan por esas visiones para entender las razones de quienes las formulan o las consumen. Pero por otro lado, procuran comprender a los próceres mirando, como quería Ortega, al hombre y a sus circunstancias.

¿Acaso la persona de Belgrano se agota en la creación de la bandera? Sin duda fue un hecho importante en su momento, una intervención de peso en una cuestión en debate: la independencia del naciente Estado. Por entonces, el gobierno central desautorizó a Belgrano, y la cuestión de la independencia, y con ella la de la bandera, solo se resolvieron en 1816.

Un par de décadas después, cuanto los hombres de la Generación del 37 retomaron la cuestión de la nación, sus orígenes y sus símbolos, la bandera comenzó a ser mencionada activamente. Pero no muchos la asociaron específicamente con Belgrano. Así, en 1841 -apuntó Tulio Halperin Donghi- Juan María Gutiérrez se limitó a atribuirla, en un conocido verso, a “nuestros gigantes padres”, entre quienes debía estar, sin sobresalir, Manuel Belgrano.

Después de 1852, la cuestión de la nación y su construcción se colocaron en el centro del debate público. Mitre, discutiendo con los autonomistas porteños, había afirmado que la nación era “preexistente” y por lo tanto indiscutible. En su biografía de Belgrano, escrita en 1858, demostró que él había creado la bandera, asociándolo indisolublemente con la independencia de la Argentina.

Por entonces, el Estado y los intelectuales comenzaban a constituir una nacionalidad plural, inclusiva y liberal, que maduró en las décadas siguientes. En ella, la figura de Belgrano se acomodaba muy bien y acompañaba dignamente a la de San Martín.

La situación era muy distinta cuando en 1938 se proclamó el 20 de junio como Día de la Bandera y se lo declaró feriado nacional. Predominaban entonces entre las elites, y sobre todo en el Ejército, las ideas nacionalistas y católicas, integristas e intolerantes, que sustentaron lo que Loris Zanatta llama “la nación católica”.

Era una nación distinta de la liberal, que desarrolló un nuevo culto cívico, asemejándolo al culto religioso. La bandera dejó de ser la expresión de una civilidad plural y se convirtió en un objeto sacro: la encarnación del cuerpo místico de una nación unánime en su fe.

En las fiestas patrióticas de mi infancia -en las que siempre había un clérigo y un uniformado- la “entrada de la bandera de ceremonias” inauguraba el momento consagratorio del acto, que cerraba su “salida”, dando lugar al festejo.

Su exhibición en el momento solemne de la identificación de todos con la patria se asemejaba al papel que en las ceremonias religiosas cumplía la exhibición del Santísimo Sacramento.

Muchas generaciones escolares fatigaron las aulas entonando “Aurora”, canción que -escrita con otra intención- reforzaba cotidianamente la idea de integración de la bandera con el corazón de la nación.

Esta posteridad acotó el lugar de Belgrano, convirtiéndolo en intermediario del acto de inspiración divina que dio a luz la bandera. No era el lugar más adecuado para Belgrano, un hombre muy religioso y creyente, pero con una clara idea del carácter secular de la sociedad y de la política.

Quizá por eso, en los años de la entreguerra, el mundo del liberalismo, a la defensiva frente al avance de la “nación católica”, rescató al Belgrano originario, arrinconado bajo el peso de La Bandera.

Bastaba con repasar su vida. Nacido en una familia mercantil, vivió ocho años en España, donde se convirtió en abogado y sobre todo en un “hombre de ideas”, lector de Montesquieu y de Quesnay y frecuentador de las tertulias ilustradas de Madrid.

Volvió a Buenos Aires en 1794 como funcionario de la Corona, dispuesto a emprender una acción reformista que no pudo levantar vuelo, pues sus apoyos lejanos fueron desapareciendo. Quedaron las “Memorias del Consulado”, textos en los que intentó encontrar en el acervo de ideas liberales las recetas específicas para el crecimiento rioplatense.

Sus ideas, quizá no demasiado apreciadas en su momento fueron consideradas en el siglo XX como un manifiesto liberal. Así, otra posteridad convirtió a Belgrano en el prócer progresista y el escudo -junto con Sarmiento, Rivadavia y Moreno- contra los embates del oscurantismo.

El hecho de haber sido militar, y de haber dedicado a esa tarea los diez años finales de su vida, no ensombrecía su carácter eminentemente civil a los ojos de esta posteridad, por entonces abrumada por la militarización del pasado. Su incorporación a las armas fue considerada -con toda razonabilidad- como el desprendido gesto republicano de quien sirve a su patria allí donde se la necesita.

Esta versión tenía algo o mucho de idealización. Su ambición de ser reconocido como hombre de ideas y reformador no llegó a concretarse, y su vocación militar, muy fuerte al principio, fue mellándose ante los fracasos y adversidades, que a sus ojos empañaban sus logros. Todo eso lo escribió en 1814, en su “Autobiografía”, un desgarrador documento íntimo.

En 1814 -veinte años después- volvió a Europa, actualizó sus ideas, las expuso con inspiradora convicción en el Congreso de Tucumán, y aunque robusteció las convicciones de los partidarios de la independencia, no los convenció sobre la razonabilidad de establecer una monarquía templada y coronar a un príncipe incaico por entonces desconocido. Un nuevo fracaso.

Todo esto no compone la imagen de un héroe inmarcesible ni, tampoco, la de un prócer infalible, sino la de un ser humano, tratando de encontrar su camino en un mundo lleno de incertidumbres y muriendo con la convicción del fracaso.

Y sin embargo, apenas un año después de su triste y solitaria muerte, este “héroe modesto de las democracias”, como lo llamó Mitre, recibió en su ciudad un homenaje consagratorio, que se renovó y afirmó con los años.

Después de 1983 su figura cuajó mejor en el nuevo clima democrático. Sin necesidad de panegíricos exagerados, sin disimular sus limitaciones y sus fracasos, sin limitarnos a su contribución en la creación de la bandera, sus logros y sus éxitos lo colocan hoy, legítimamente, en lo más alto del panteón patrio.

* Historiador. Especial para Los Andes.

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