Adiós, Rasputín. La prensa inglesa despidió con ácido a Dominic Cummings. El asesor estrella del premier Boris Johnson, y primer cerebro del Brexit, dejó el gobierno británico apenas después de confirmarse en los EE.UU. la derrota de Donald Trump.
El giro que en 2016 condujo a occidente al acantilado de una derecha supremacista y rabiosa parece entrar en declive. Barack Obama dejó el poder entonces sin lograr que lo suceda alguien de su partido. Ahora, pese el triunfo de su antiguo vice, advierte: no será fácil lo que viene. La democracia norteamericana está fisurada. “Una única elección no arreglará el problema. Nuestras divisiones son profundas y nuestros desafíos son abrumadores”, señala en sus memorias -cuya traducción al español saldrá de imprenta esta semana.
Hasta el Vaticano busca arrimarse a una salida airosa para la democracia norteamericana. La diplomacia del papa Francisco navegó a la deriva durante los años de Trump. Arrinconada por la derecha populista, cometió el error de recostarse sobre los populismos de izquierda. Biden es acaso su última oportunidad, antes de un naufragio definitivo.
La cautela de Obama tiene sus razones. Quién puede negar que Biden ganó tras el derrumbe de la pandemia. Una herencia que persistirá hasta que se llegue a la vacunación masiva. Tan evidente es esa realidad que los mercados celebraron menos su triunfo que la noticia del laboratorio Pfizer sobre sus avances de laboratorio, a menos de un año de la explosión del coronavirus. Un logro que contrastó con el irracionalismo anticientífico compartido por los populismos de derecha y los posmodernismos de izquierda.
La ciencia -heredera de la vieja y castigada Ilustración- consiguió avances que sólo se aprecian en toda su dimensión revisando la historia. Entre los ensayos iniciales de una vacuna contra la polio y la primera licencia estadounidense, en 1955, pasaron 20 años. Lo recordó esta semana la revista The Economist, con una tapa mostrando la luz al final de un túnel.
Alberto Fernández intenta subirse con desesperación a esa repentina marea de esperanza. Tiene sus razones. El fracaso en el manejo de la pandemia quebró un umbral inesperado: con 35 mil muertos, y en proporción a la cantidad de habitantes, Argentina empardó el desgobierno del brasileño Jair Bolsonaro. Y el aislamiento forzado del presidente argentino por su exposición irresponsable al riesgo de contagio facilitó esa comparación incómoda.
Tanto el presidente Fernández como Cristina Kirchner, saben que el pasaje para ponerse en la fila de esa aún incierta recuperación global no se vende en las estudiantinas del populismo de izquierda. A Evo Morales ya lo depositaron en Villazón; el hisopado se gestiona ante el FMI.
La nueva misión técnica del Fondo derrumbó un mito de los primeros días de la pandemia: la filantropía de Kristalina Georgieva. El FMI está reclamando ajuste. El Gobierno comenzó a ejecutarlo a las apuradas. El anuncio de la suspensión del Ingreso Federal de Emergencia y un tarifazo en ciernes disparó una validación externa, de oficialismo insospechable. Llegó el ajuste, lo dijo la CGT.
Lo de los jubilados es todavía peor: el peronismo se ha tranformado en la ruta segura de sus desilusiones. A la reforma previsional de Mauricio Macri una alianza de kirchneristas y trotskistas la lapidó en el Congreso con 14 toneladas de escombros. Tras su asunción, el actual Gobierno, la redujo a esperar aumentos discrecionales por decreto. Ahora le promete al FMI una actualización de haberes sin tener en cuenta el índice de precios. Una traducción peronista de la máxima sanmartiniana: “Serás lo que debas ser: piedra, papel o tijera”.
La decisión de que los jubilados se desenganchen de la inercia inflacionaria coincidió con la difusión del índice de precios de octubre, que descarriló la quietud engañosa inducida por el lockdown de la cuarentena. En un mes, los precios treparon 3,8%.
Es un dato ilustrativo para la teoría estructural de la economía bimonetaria expuesta recientemente por Cristina: la inflación de octubre recogió la estampida del dólar que el equipo económico sólo pudo contener un par de semanas, endeudando al país en bonos con seguro de cambio y tasas cercanas al 15%. En su reciente reconciliación Cristina Kirchner y Martín Redrado acaso hayan conversado sobre esta nueva versión del dólar futuro, que años atrás los distanció.
La oposición mira este escenario y se prepara para un año electoral en el que espera una continuidad del voto castigo. Por la salud, por la economía, o por la agenda judicial de Cristina, supone que sus chances de imponerse en las elecciones legislativas se acrecientan. Por eso mira con atención preferente todos los movimientos del oficialismo relacionados con el régimen electoral, en especial la legislación sobre las Paso.
La experiencia de la principal oposición con las primarias partidarias organizadas por el Estado fue muy diversa. Las Paso la ayudaron para conformar sin quiebres la coalición que ganó el gobierno en 2015. También fueron su sepultura adelantada, sólo cuatro años después.
La lectura anticipada que hizo Cristina Kirchner de ese precario dique de las primarias, insuficiente para detener el voto castigo, fue al final definitoria para su regreso al poder.
¿Está Cristina, con su silenciosa autorización del ajuste ahora, adelantándose de nuevo a la estrategia de sus detractores?
Si bien el costo político de esa decisión incidirá en los próximos comicios, la renovación presidencial sólo ocurrirá dos años después.