Nada hay de cuestionable o ilegítimo en el hecho de que, periódicamente, los partidos políticos diriman a sus representantes en elecciones internas con miras a los procesos electorales de carácter general. Es una manifestación del ejercicio democrático del poder, primero dentro de las organizaciones políticas y luego en las elecciones generales. Hasta allí, todo en sintonía con lo que se da en llamar la “legitimación del poder mediante la democrática expresión de la soberanía popular”. De hecho, es esto lo que acontece en la gran mayoría de los países con larga y afianzada tradición democrática, sean estos Repúblicas o Monarquías constitucionales.
Pero si a la mirada la asentamos en nuestro país, vemos que el asunto no circula por los mismos carriles. Es que la denominada “clase política” argentina, en esta materia como en tantas otras, se diferencia notablemente de la madurez, sensatez, prudencia y respeto a la moral pública que implica todo proceso electoral en países que toman en serio la representación popular, sea éste, interno o general. Hasta la década del 80 del siglo pasado, uno podría pensar que en alguna medida, la discontinuidad constitucional, la interrupción de los gobiernos de jure por los de facto, la prolongada ausencia de la continuidad electoral desde 1.930, podían ser las razones que justificaran las mezquindades y ambiciones ilimitadas, que tanto “dirigentes” como “partidos” evidencian y exhiben con total desenfado ante la realización de los comicios.
Las agresiones, las mentiras, la descalificación, las denuncias fraguadas, las amenazas expresas o implícitas, la participación y el uso del poder institucional a favor o en contra de candidatos y partidos, las desvergonzadas mutaciones evidenciadas en los cambios de partido o de sus domicilios, sólo con propósito electoral, las llamadas candidaturas testimoniales, la modificación de los calendarios de elecciones y tantas otras creaciones del corrupto imaginario político argentino, todo ello, que en el país es moneda corriente, constituye una grave afrenta al pueblo argentino, único depositario y titular de la soberanía popular.
Después de 38 años del retorno a la vida democrática, mal podrían enunciarse como atenuantes de esta verdadera desvergüenza, las discontinuidades constitucionales. Aquí, lo que subyace más allá es la incomprensión de esta “clase dirigente” de lo que significa la “moral pública”.
Muchos de estos individuos, desprovistos en muchos casos de toda capacidad para subvenir a sus necesidades, que no sean las devenidas del presupuesto público, debieran recordar al publicista inglés Sir William Blackstone, el que ya en 1.765, en sus Comentarios a las Leyes de Inglaterra, sostenía que: “la regulación del orden doméstico del reino exige que los individuos estén obligados a conformar su conducta a las reglas del decoro y buenas maneras, a ser decentes, industriosos e inofensivos en sus respectivos puestos”. Pero si su irracional anglofobia se los impidiera, podrían atisbar del otro lado del Canal de la Mancha, advirtiendo que en Francia, el “Barón de Montesquieu” decía que el hombre, “como criatura sensible se halla también sujeto a pasiones . . . Un ser de esta especie podía olvidarse a cada momento de su creador y olvidarse de sí mismo, y por ello los filósofos le han advertido con los preceptos de la moral”.
Latrocinio, nepotismo, autoritarismos, sistemas semi feudales en provincias, apropiación de los bienes del Estado, conculcación de las libertades y garantías, enriquecimiento ilícito, licitaciones amañadas, designaciones a dedo, clientelismo, demagogia, amiguismo y una sumatoria ilimitada de conductas contrarias a la moral pública se han enseñoreado de esta Argentina degradada, olvidada ya hace años del esquema principista de los padres de la patria, en manos, las más de las veces, de una dirigencia mediocre y envilecida que a modo de casta, encuentra en el ejercicio del poder la única manera de mantener un modo de vida obsceno, muy distante de la del pueblo llano.
Difícil que los sujetos que cada bienio protagonizan las tipologías electorales que criticamos, entiendan o realmente los mueva interesarse por aquellos que en realidad son sus mandantes, es decir el pueblo, llevado al escenario del protagonismo sustantivo de la democracia por la frase de Lincoln en el sentido de que ella no es otra cosa que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Entiendo que para recuperar el concepto, es el pueblo quien debe terminar con el esquema de adueñarse de la política por parte de estos autodenominados “dirigentes”, “partidos”, “sindicatos” y otros tantos corpúsculos, directamente vinculados a la obtención de beneficios personales o corporativos del poder público; rescatando éste su condición de principal protagonista, en tanto titular indiscutido de la soberanía popular. Hoy, miles de ONG, entidades de bien público, de servicio, etc., a través del mundo electrónico y digital, han demostrado tener mucho mayor poder de convocatoria, incluso a veces espontánea, que los partidos.
Ya no puede en la hora el Parlamento, representante natural del pueblo a través precisamente del sufragio, constituirse y conformarse con sujetos portadores de los vicios de legitimidad de origen denunciados, en tanto dicho parlamento no es ya cosa de políticos y sólo para políticos. Es el lugar donde el ciudadano debe reencontrarse con la política e intervenir en ella con los cauces establecidos.
Apostar por esa renovación del vergonzante escenario electoral argentino, es reivindicar la democracia representativa, auspiciando el desarrollo de modelos participativos que impliquen una revalorización del sufragio como herramienta de elección de hombres honestos y capaces de reorientar el poder, al menos la manifestación del poder más cercana al ciudadano, para extraer de él libertad cívica y voluntad general.-