El discreto encanto de Isabel II ya no ocupa lo aposentos del Palacio Buckingham. En su lugar ahora están quienes habían sido “los malos de la película” en el melodrama que protagonizó Diana Spencer. Los británicos estaban embelesados con Lady Di. Ese embelesamiento se transformó en rencor hacia Carlos y su amante, Camila Parker Bowles, cuando Diana se hundió en una tristeza visible por el destrato de su frío y distante marido.
Los “villanos” del drama en el que la bella sufriente moría en un accidente, son quienes se convirtieron en reyes por la muerte de la reina. Eso da un toque sombrío al reinado que comenzó en los funerales de Isabel. Añaden sombras las dudas que existen respecto a que el nuevo monarca posea el temple y el equilibrio psicológico y emocional que caracterizaron a su abuelo Jorge VI y a su recién fallecida madre.
El niño taciturno y tímido que está en el pasado remoto de Carlos III no afecta negativamente su imagen. Pero sí la afectan los relatos de sirvientes que debieron padecer sus insoportables caprichos aristocráticos.
Lo que describieron ex empleados del por entonces príncipe de Gales, parece mostrar síntomas de un tipo de Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) con rasgos de supremacismo social. Taras antipáticas que se percibieron también en su desaprensivo trato hacia la madre de sus hijos y, posiblemente, irán apareciendo de ahora en más como un goteo que irá decolorando una imagen que tiene más opacidades que brillos.
En las democracias, los reyes representan el Estado y simbolizan la nación. Por eso deben poseer una conducta, un carisma y una personalidad en las cuales la sociedad quiera verse reflejada. Por cierto, se trata de una identificación que puede ser superflua, incluso errónea, pero sin ella la sociedad se limita a soportar al monarca y éste pierde su capacidad de cumplir la función de estabilizador institucional, el rol más concreto que tienen los reyes y las reinas en las monarquías parlamentarias.
Otro rol de quienes tienen corona es lucir bien en la “marca país”, fortalecerla, hacer más atractiva en el mundo la imagen del Estado y la nación que representan. Y la dirigencia británica no tardará en dimensionar cuanto más atractiva resulta la imagen del príncipe y la princesa de Gales, que la del rey y la reina consorte.
Cuando el clima emocional de los funerales haya pasado, el rey deberá valerse por sí mismo para conquistar la legitimidad que hoy le da, como un manto protector, la sobria y apreciada imagen de Isabel II. Desde el momento en que el clima funerario de disuelva como la niebla londinense, la atención empezará a concentrarse en el presente. Y el presente tiene en el trono a un hombre en cuya imagen pocos quieren verse reflejados.
Carlos III es un rey opaco que no podrá eclipsar a un príncipe que brilla: su primogénito, William Arthur Philip Louis.
También Camila Parker Bowles, la reina consorte, tiene una pátina de opacidad que no puede competir con la espléndida Kate Midletton.
Guillermo es el hijo de la princesa que había embelesado a los británicos. Carlos y Camila son la causa de la tristeza que aquella princesa irradiaba como una lágrima incontenible. El príncipe es el heredero del afecto popular que trastocó en antipatía hacia el hombre y la mujer que ahora reinan.
No falta mucho para que el nacionalismo escocés quiera dejar de tener como jefe de Estado al rey inglés. Con la reina que amaba recorrer en su Land Rover las colinas y valles de Balmoral, Escocia, estaban dispuestos a mantenerla como símbolo del estado escocés aún saliéndose del Reino Unido. Pero no tendrán esa disposición con Carlos III.
La opacidad del nuevo rey también acrecentará el republicanismo en los países de la Commonwealth.
Si la corona británica tarda demasiado en pasar del rey opaco al príncipe que brilla, esa monarquía se convertirá en lo que Joaquín Sabina describe como “un déficit democrático que se sufre por herencia”.
La sombra de Talal bin Abdalá parece estar recorriendo las islas británicas. Aquel príncipe del entonces llamado Emirato de Transjordania heredó en 1951 el trono cuando su padre, el rey Adbdalá bin Hussein, murió con una bala en la cabeza en la mezquita Al Aqsa. Pero el nuevo rey era considerado inadecuado para encabezar el reino hachemita. Para unos, le faltaba inteligencia y, para otros, le faltaba cordura. El hecho es que, a poco de coronarse, tuvo que abdicar a favor de su hijo, Hussein bin Talal, quien sólo tenía 16 años.
Igual que aquellos jeques beduinos, habrá muchos en Westminster y en la clase dirigente británica pensando que lo mejor es pasar lo antes posible el cetro al príncipe que brilla detrás del rey opaco.
* El autor es politólogo y periodista.