Las personas como los países construyen su identidad con la historia, la que no siempre es unívoca, ni tiene el mismo sentido para todos. Porque es más fácil pensarnos como consecuencia del pasado, que protagonistas del futuro.
Argentina vivió aquello que cantamos: “si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”. Porque desde ella se reinterpretan personajes y escenarios que nos condujeron al estado actual.
Afirma Nikola Dnaylov: “hoy la humanidad vive y muere no por hechos, sino por y para nuestras historias... en nuestra civilización, lo que es real y podemos ver, tocar, sentir y oler, está regido por algo ficticio, que no necesariamente existe fuera de la imaginación humana compartida.”
Acá surge la cuestión del determinismo: ¿si nuestro presente está determinado por nuestra historia porqué el futuro no lo estaría? ¿Es la historia la que nos dice quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde vamos?
Algo común une historia y futuro: el presente. Se piensan como un continuo donde el espacio compartido es el tiempo. Pasado, presente y futuro son conceptos, ideas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos. Las instituciones educativas atienden ese primer contexto, nuestro mundo exterior y muy poco, casi nada del mundo interior.
Es lógico suponer que la geografía, la biología, la naturaleza, la tecnología, como las relaciones sociales, económicas, políticas nos predeterminan a ser de una manera determinada, ¿pero estos condicionamientos nos imponen un futuro igualmente determinado? Sería muy deprimente que así fuera. Si bien la libertad no puede prescindir de las limitaciones cotidianas, ¿debemos por ello renunciar a aquélla?
Pero ni la historia que se nos enseña, ni aquella que la cuestiona son un modelo para construir el futuro. El pensamiento a largo plazo es una disciplina fundada en la libertad, que la hace posible. Aceptando que las opciones humanas son limitadas por el contexto, no debemos renunciar a la autodeterminación y ejercicio de un espacio de libertad tan amplio como fuese posible.
Es por ello que propongo que se actualice la currícula de nuestro sistema educativo incorporando al mismo nivel de Historia, una materia que estudie el Futuro.
Dos preguntas son de rigor para tan atrevida idea. ¿Cómo es que puede estudiarse algo que no existe y en caso de ser posible en qué nivel educativo debiera implementarse? Para la primera, digo la Historia tampoco existe, lo que conocemos como tal es una construcción intelectual, pero no hay Futuro que rechace la historia. Ambos conceptos comprometen nuestro comportamiento. Aquello que aceptemos como historia válida de nuestra existencia, nos compromete a ser de determinada manera, y supone una aceptación implícita de nuestro futuro, como simple y mera proyección del presente.
El futuro no existe, tampoco el catolicismo antes de Cristo, o la universidad o el Estado Nación, antes de su aparición mil o pocos cientos de años atrás. Es algo a imaginar, pensar, diseñar y construir. A nivel individual es un propósito que da sentido a nuestra vida. En lo colectivo es crear una visión sugestiva de lo que debiéramos ser como país en el mundo.
Como disciplina fue anticipada por H.G. Wells (1932): “Me parece extraño que mientras tenemos cientos de miles de estudiosos de la historia que trabajan sobre archivos del pasado, no hay una sola persona que se dedique exclusivamente al trabajo de estimar las consecuencias futuras de nuevos inventos y artefactos. No hay un solo Profesor de Foresight en el mundo”. Disputada entre Francia y EE.UU., se desarrolla tras la II Guerra Mundial como preparación para la Guerra Fría.
Hoy consolidada con numerosos expertos, gran cantidad de métodos y técnicas propios, cuenta con organizaciones internacionales, e incluso agencias gubernamentales y comisiones parlamentarias en gran parte del mundo.
Respecto a qué nivel, con diferente desarrollo debiera estar en todos. En el primario, porque los niños tienen menos compromiso con el pasado, están potencialmente abiertos a imaginar y crear un futuro sin las limitaciones de la vida cotidiana. Aprender futuro es como aprender un idioma, la familiarización y aplicación de un nuevo lenguaje y modo de pensar y actuar, es más fácil en los niños que en los adultos. Pero igualmente es razonable pensar en los restantes niveles más cercanos a la toma de decisión sobre la propia vida y la de la comunidad.
No es fácil actualizar todos los componentes de un sistema; un reciente artículo en Nature, destacaba que “computadoras anticuadas son comunes en la ciencia, desde la geoquímica y la lingüística hasta la bioquímica y la microscopia”. No sería sensato pensar que el sistema educativo sea una excepción, su actualización no es integral ni sincrónica. Sólo considerando como actores: alumnos, docentes, directivos, padres, su adaptación a los cambios es a diferentes velocidades. Aún más resistentes son las modalidades educativas -lo vemos con la confrontación entre presencialidad y distancia-, los planes de estudios, los textos, o los contenidos curriculares.
Desde el propio objetivo de la educación, la obsolescencia domina buena parte de lo que se pretende enseñar. En 2007 el Millennium Project proponía adoptar como objetivo del sistema educativo “el desarrollo de la inteligencia”. Hoy a las puertas de la sociedad del conocimiento esto adquiere una dramática urgencia y estudiar Futuro es el camino.