Por una universidad sin privatizadores ni corporativos

Se puede defender un ideal de universidad criticando a la actual, incluso duramente. Los que no se necesitan en este debate son los que no creen en la universidad pública, esos que se dediquen a otra cosa.

Por una universidad sin privatizadores  ni corporativos
Javier Milei y Martín Lousteau

El presidente y la Universidad

Javier Milei no cree que el Estado sea bueno, y por ende no cree que desde el Estado pueda salir nada bueno. Su objetivo estratégico, al menos desde su ideología, es traspasar todo lo que se pueda a la actividad privada, incluso sus funciones esenciales. Esa es la diferencia esencial entre un liberal y un anarcolibertario. El liberal cree en un Estado mínimo pero con tareas intransferibles como la salud, la educación, la justicia y la seguridad. El anarcolibertario cree que el Estado debe desaparecer a largo plazo. Esta teoría extremista sirve para recitar excentricidades en la tevé o para partidos políticos ultraminoritarios sin posibilidades de acceso al poder, pero hoy Milei está gobernando y de a poco, tanto Macri, como los suyos propios más competentes, le están mostrando realismo. Aunque todavía el presidente conserva reflejos de cuando no tenía que convertir sus ideas en realidad, sino simplemente declamarlas. El tema universitario es uno de esos. Felizmente, el teorema de Baglini le empezó a poner límites objetivos. Aunque subjetivamente el anarcolibertario, en el fondo de su corazoncito, siga pensando como anarcolibertario. Pero hoy está haciendo política, y a juzgar por los resultados -al menos en economía- no la está saliendo tan mal.

Con respecto a la educación primaria y secundaria la idea original de Milei, copiada de extremistas liberales (cuyo ideario lo expresa en Argentina su amado Benegas Lynch) era aplicar el voucher para que la educación pública sea lo más privada posible. El Estado subsidia dándole el dinero por cada alumno a los padres y el resto lo hará la oferta y la demanda. Transformar a las escuelas en una especie de mini empresas cuasi privadas que negocian con las familias cada contrato particular educativo. Y el Estado, lo más de palo posible.

Pero si bien a duras penas acepta que en la educación primaria y secundaria el Estado tenga algo que ver, con respecto a la universidad el anarcolibertario tiene muchas dudas de que deba ser pública y sobre el sistema de ciencia y tecnología no tiene la menor duda de que debe ser privado, salvo quizá en unas pocas ciencias duras, y ni siquiera de eso estamos seguros.

Además cree que la educación entera fue del todo adoctrinada ideológicamente por el kirchnerismo. Y que, aún peor, la universidad ya estaba llena de dirigentes universitarios “comunistas” que marcaban su impronta, antes de la llegada del kirchnerismo. Ni que decir del Conicet y de toda la ciencia financiada por el Estado. Sobre todo en las ciencias sociales, donde -según él- el comunismo es rey.

Por eso Milei piensa que es contra las universidades y los institutos científicos, que se debe librar la batalla cultural. Y ganarles sería que el Estado se los saque de encima. Entonces, para eso nada mejor que ahogarlos financieramente, que es lo que intentó al principio, hasta que su propia gente y la realidad de gobernar, le dijeron que eso era políticamente insostenible. Que debía dejar para más adelante esos delirios de los vouchers o la universidad y la ciencia privatizadas. Entonces Milei se quedó callado. Y ahora los mileistas dicen que jamás pensaron en esas locuras. Los mileistas quizá, pero Milei seguro que sí.

Ese es el origen de la confrontación actual. De haber sido por Milei él no les hubiera entregado este año a las universidades más presupuesto que el del año pasado porque creía que tenían demasiado y que con lo que ahorrarían, si se ajustasen en todos los gastos innecesarios, les bastaría para no tener que recibir un peso más este año que el año pasado. No eran cálculos basados en datos duros, era ideología transformada en seudoeconomía. Que de a poco los suyos propios -y la realidad- le demostraron que era una locura, y por lo tanto debió ceder presupuestariamente. Y así lo hizo, aunque forzado y sin convicción.

Las cosas las empezó a entender cuando llegó la marcha del 23 de abril. Allí Milei se dio cuenta que la universidad le comenzaba a pelear la batalla por la opinión pública que él había iniciado, y que incluso la Academia le podía ganar al ser considerada la institución más prestigiosa del país Porque esa primera marcha, a diferencia de la de segunda que fue básicamente reivindicativa (por un aumento presupuestario), constituyó la expresión masiva y extraordinaria de toda una sociedad en defensa de la educación pública sarmientina, la de la ley 1420 y la de la universidad pública. Incluyendo a gente que había votado -probablemente en el ballotaje- a Milei.

Lo cierto es que, más allá del debate presupuestario sobre si había que aprobar o no la ley propuesta por la oposición, donde las opiniones están divididas y todos tienen parte de razón, lo que Milei debería entender de una vez y para siempre es que la sociedad argentina quiere una educación pública de calidad, incluyendo la universitaria, con activa participación del Estado. Que es exactamente todo lo contrario de lo que él se proponía hacer cuando asumió. Y los universitarios, con un impensado apoyo social, le hicieron ver lo imposible de su distopía.

Los universitarios y la Universidad

Sin embargo, más allá de lo inmensamente criticable e impracticable de la solución anarcolibertaria para la educación, los universitarios más criteriosos saben que la Academia no es esa maravilla que muchos de sus dirigentes dicen creer que es, esa especie de Iglesia laica intocable por ser autónoma y por ello prácticamente sagrada. No es así.

Algunos, para defenderla, dicen que la universidad argentina es la que menos dinero recibe en proporción a los matriculados, comparada con cualquier otro país. Pero no dicen que es una de las que menos graduados tiene en relación a los que ingresan, y ni que hablar del tiempo de duración de los que se reciben cuyo promedio excede largamente los años establecidos de cursado.

Ese es un tema estructural que la universidad no puede arreglar sola (en realidad ningún tema puede arreglar sola la universidad, sino que necesita el apoyo del Estado y de la sociedad, porque la autonomía no es el aislamiento, ni el sistema en sí puede hacer lo que se le venga en ganas) pero para que reciba ayuda externa deberán primero sus miembros reconocer y querer mejorar las imperfecciones graves del sistema. Que no es solo la baja graduación, sino también, por ejemplo, que cada día más la universidad está adoptando el peor vicio de la escuela secundaria: el de los profesores taxis que deambulan de un trabajo a otro para poder lograr un sueldo mínimo. Es que en la universidad cada vez hay menos profesores titulares con dedicación exclusiva porque cuando se jubila uno, en vez de nombrar otro, en general se divide esa dedicación exclusiva para designar a varios profesores taxis, o sea gente con dedicación simple que deben tener, como en la secundaria, un montón de otros trabajos para llegar a fin de mes. Ni que decir de los que hasta que los nombren, pasan años trabajando gratis. Eso hace que en muchas cátedras haya una cantidad desproporcionada de profesores simples, como una especie de proletariado universitario con dificultades enormes para capacitarse.

No alcanza con que algunos profesionales prestigiosos pasen un ratito por la universidad a fin de enriquecer sus curriculums, mientras que los que laburan son el proletariado de profesores taxis. Una reforma de verdad sería, entonces, aumentar significativamente las dedicaciones exclusivas, que la mayor parte de profesores sea a la universidad lo que el juez es a la Justicia. De tiempo completo. Pero eso no ocurre porque cada vez hay menos exclusividades para satisfacer los reclamos de todos los que piden entrar aunque ganen tres mangos, con la esperanza de un ascenso que difícilmente se concretará. Donde además hay mucho clientelismo político para esas incorporaciones.

O sea que sobran alumnos que entran pero que no se reciben y sobran docentes que están condenados a ser profesores taxis permanentes como en la secundaria. Sobra de todo, pero no alcanza para nada.

Además, sería mejor reformar las universidades existentes en vez de seguir creando nuevas que en general no solo adoptan los vicios de las que ya existen, sino que los multiplican porque en una enorme medida son creadas por intereses político-partidarios.

Y hay cien temas más que aunque la universidad siga teniendo muchos nichos de excelencia, debería modificar. Donde la solución no dependa solo de las integrantes de las mismas, pero sí el de animarse ellos primeros que nadie a plantear esos problemas. No usar la autonomía para cerrar las puertas universitarias como si se tratara de monasterios.

O sea, reiteramos, los primeros que deberían iniciar el proceso transformador son los propios universitarios. Algo muy difícil porque a nadie le gusta autocriticarse. Pero allí está la diferencia entre una corporación y una institución. La corporación no permite críticas externas y mucho menos hace autocríticas, fortaleciendo así sus defectos en detrimento de sus virtudes. La institución se abre al resto de la sociedad, le interesa recibir críticas y sobre todo autocriticarse para mejorar. La universidad argentina, que fluctúa entre esos dos modelos, debería decidir cual de ellos elige.

En síntesis, hay que comprender a los universitarios en sus reclamos y movilizaciones por sospechar de un presidente que antes de serlo se los quería sacar de encima, y que ahora siéndolo, un poco más empírico, ha aceptado que la universidad pública lo va a sobrevivir a él, aunque siga sin gustarle demasiado. No es sólo falta de empatía, es antipatía lo que tiene Milei con la universidad pública y los universitarios lo perciben. Y casi toda la sociedad. Y en eso tienen razón.

Pero también hay que reconocer que así como la actual universidad nació de una gran reforma, en el presente se sostiene en aquella gloriosa reforma para en nombre de la misma querer reformarse lo menos posible, cuando hoy es necesario una transformación tan significativa como la de 1918. No se puede, o no se debería, defender la reforma del 18 que en aquel entonces cambió todo, para hoy, apoyándose en ella, no cambiar nada.

Quizá la principal dificultad para el cambio, sean los dirigentes político-universitarios, como la dupla Lousteau-Yacobitti que son los caudillos, los patrones de estancia de la principal universidad pública, uno como vicerrector de la UBA, otro como punta de lanza desde la política. Defensores a ultranza del actual sistema. Para conservarlo exactamente tal como está.

Ese sistema que en vez de mejorar las universidades, crea nuevas.

Ese sistema que al menos durante el kirchnerismo solía distribuir los pocas titularidades exclusivas por cupos partidarios entre todos los sectores políticos aliados, con concursos amañados.

Ese sistema que bajo la idea loable de que la universidad preste asesoramiento profesional a entidades públicas, la picardía criolla hace que muchos de esos asesoramientos sean tongos entre políticos municipales y provinciales con burócratas universitarios, donde se esconden verdaderos negociados (algunos enormes) para que el halo de prestigio que tiene la universidad cubra lo que si se hiciera desde la entidad gubernamental sería altamente sospechoso. La necesaria colaboración universidad-estado-empresa-sociedad también ha sido alcanzada por las mafias políticas y universitarias para tergiversarlas en su peor sentido. Y ese es el negocio que se resisten a perder los que no quieren cambiar nada.

Para recuperar el espíritu de cuando la universidad era mejor que ahora (que fue cuando el país era mejor que ahora, no le echemos a la universidad en exclusiva culpas que son de todos), se necesita una gran transformación interna. Y para eso los defensores de la universidad actual, además de autocriticarse en lo que corresponde, deberían escuchar a mucha gente tan inteligente como ellos que tienen muchas críticas que hacer pero desde la misma convicción de defensa irrestricta de la universidad pública. De ese diálogo pueden surgir cosas muy interesantes. Se puede defender un ideal de universidad criticando a la actual, incluso duramente. Los que no se necesitan en este debate son los que no creen en la universidad pública, esos que se dediquen a otra cosa.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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