El desempeño de la selección de futbol en la Copa América vuelve a sembrar expectativas e ilusiones colectivas: según se sabe más de 40.000 fieles devotos del genial Messi y la Scaloneta han tomado rumbo al país del norte, que se unirán a los connacionales allí residentes, con o sin papeles, junto a otros tantos argentinos dispersos en el mundo que portarán banderas, camisetas, sombreros y cornetas, y entonarán con fervor sin igual la nueva marcha que reglamenta el sentimiento nacional desde el mundial de Qatar.
Que el fútbol como ningún otro deporte despierta pasiones patrióticas no tiene nada de original. También se ha dicho que la selección nacional independientemente de sus buenos o menos buenos desempeños consigue aunar voluntades más allá de la diferencias, desigualdades o grietas que dividen o polarizan la sociedad. También se ha señalado el uso del poder político del deporte preferido por las multitudes argentinas y se ha destacado el modo en que ha servido de trampolín a la figuración política, social o empresarial tras la mascarada del sentir popular. De igual manera, más de un especialista empapado en la historia o sociología del deporte ha subrayado el modo en el que el fútbol profesional (como otros deportes de élite) ponen en juego inversiones, cálculos y expectativas firmes de familias para salir de la miseria o escalar posiciones en la pirámide social. Otro tanto se ha dicho de la violencia que incuba y genera: violencia que vale recordar tuvo a su primera víctima en 1924 cuando un fanático criollo le pegó un tiro a un uruguayo en Montevideo.
A decir verdad, las primeras competencias futboleras que involucraron a las naciones sudamericanas coinciden con las celebraciones de los centenarios de las revoluciones de independencia.
En 1910 Buenos Aires fue sede de un campeonato internacional del que participaron Chile y Uruguay; el equipo argentino se alzó con el triunfo y estaba integrado por jugadores que portaban en su mayoría apellidos ingleses o irlandeses, y pertenecían a clubes de la capital y de la pujante ciudad de Rosario, la “Chicago argentina”, como era llamada por constituir un centro neurálgico del comercio mundial de cereales. De allí provenía el jugador estrella de la jornada: Harry Hayes quien anotó 3 goles ante un público que alcanzó un total de 16.500 espectadores.
Que los jugadores de fútbol con apellidos europeos lucieran la casaca argentina no tenía nada de exótico u original por dos razones principales: los equipos o clubes de fútbol habían crecido en las principales ciudades del país desde el último tercio del siglo XIX compitiendo en popularidad con el boxeo, dos deportes que nacían en la simplicidad de los potreros barriales, la dura vida de las fábricas, en las calles o el patio de los conventillos.
A su vez, el país del ganado y las mieses, como lo metaforizó el poeta Leopoldo Lugones, había sido transformado casi de cuajo ante el arribo de millones de inmigrantes europeos que habían conformado el mercado de trabajo urbano, integraban cámaras empresariales y dinamizaban un nutrido tejido asociativo que brindaba asistencia a sus paisanos, fundaban escuelas, hospitales y periódicos en sus propios idiomas (o bilingües) con el objetivo de mantener vivo el lazo con sus pagos donde habían quedado sus parientes y sus culturas o identidades de origen. En ese mundo social cambiante, las escuelas, los clubes sociales y deportivos y los casamientos entre personas de distintas nacionalidades jugaron un papel crucial al amalgamar o integrar a los hijos de quienes habían bajado de los barcos con los oriundos o nacidos en el país.
El torneo de fútbol de 1910 fue una de las tantas manifestaciones del ciclón patriótico que inundó los festejos del primer centenario de la nación y resultó ser la contracara de conflictos sociales y violencias públicas lideradas por los y las anarquistas refractarios del capitalismo o del patrón y del Estado, el padre o el marido. En aquella oportunidad, huelgas generales, movilizaciones, mitines y atentados que conmovieron la atención pública pusieron en entredicho el alcance de la celebración, y alertó a las dirigencias argentinas sobre los decepcionantes resultados del aluvión inmigratorio por el que habían bregado Alberdi y Sarmiento como motor para transformar el desierto argentino e impulsar el progreso nacional.
Seis años después la conmemoración del Centenario de la Declaración de la Independencia de 1816 reanudó la contienda futbolera ahora con la inclusión de un nuevo competidor: Brasil, cuya selección había sido la única de América del sur que había participado del Mundial de Fútbol celebrado en Inglaterra en 1910. En aquella oportunidad, brasileños y chilenos quedaron en el camino mientras que el equipo argentino llegó a la final con los uruguayos. Pero esta vez la Copa quedó en manos de los charrúas en medio de disturbios y destrozos que opacaron la fiesta popular en la cancha de Gimnasia y Esgrima.
Pero en 1916 el mundo y el país ya eran otros: la Primera Guerra Mundial venía mostrando sin piedad el impacto de la ciencia y la técnica en la matanza de millones de seres humanos, había puesto en jaque las bases del crecimiento argentino y el voto popular había consagrado al radical Hipólito Yrigoyen presidente de la república en medio de comicios reñidos no sólo con los liberales o conservadores sino también con los socialistas, a quienes los radicales los acusaban de utilizar el “trapo rojo” que distinguía su ideario internacionalista en lugar de enarbolar la bandera nacional. El pabellón celeste y blanco que habían jurado Belgrano y su tropa en 1812 en las riberas del río Paraná. El gesto y ritual público que fue sancionado por el Triunvirato pero que Belgrano reactualizó en Tucumán y le permitió insuflar pasiones patrióticas para enfrentar a los realistas y conquistar la victoria que fue festejada en todos los pueblos y ciudades de las Provincias Unidas de Sud-América que bregaban en medio de enormes dificultades e incertidumbre romper definitivamente con el yugo colonial.
* La autora es Historiadora del CONICET y la UNCuyo.