¿Para qué sirven las universidades?

Si se reconoce la necesidad de restablecer en la universidad pública los fines que le son propios, será necesario preguntarse qué modelo hay que recuperar. Ni el estatal ni el partidario cumplen el rol que se le demanda. Queda el científico y el nacional.

¿Para qué sirven las universidades?

Es propio de todo diálogo dar por supuestas algunas cosas. Por ejemplo: los interlocutores asumen que lo que dicen expresa aquello que honestamente creen, saben, piensan o quieren. En caso de que alguno sospeche algún tipo de doblez o engaño, el diálogo se interrumpirá. También se da por supuesto que los dialogantes conocen y comparten el significado de las palabras. Revisar cada palabra haría imposible el intercambio.

Ese presupuesto -los ingleses le llaman common ground, el “suelo común” sobre el que están parados los participantes- muchas veces se extiende a los juicios y los razonamientos, las creencias. Por otra parte, si bien los presupuestos son imprescindibles para el diálogo, el dar todo por supuesto todo también lo suprime, lo vuelve vano.

En ocasiones, los presupuestos compartidos eliminan determinadas discusiones en el espacio público. Me refiero a las valoraciones unánimes que reciben algunos tópicos o temáticas. Todos dan por supuesto su valor, su utilidad y su importancia. Como las escuelas, los hospitales, las sendas peatonales, las plazas o el arbolado público. Nadie en su sano juicio objetaría que el Estado se ocupara de proveer estas cosas. Y sin embargo el asunto merece una revisión. Porque todo tópico en materia política debe pasar por el triple filtrado del propósito real, los medios y las circunstancias.

Un ejemplo servirá para entrar en tema. Hace un par de años prácticamente nadie se opuso al proyecto de creación simultánea de varias universidades, a pesar de que existían varias razones de peso para hacerlo. Hoy los términos de la discusión han cambiado sustancialmente. ¿Sería tan sencillo presentar hoy a la opinión pública una iniciativa semejante?

Para centrar el debate sobre la universidad resulta necesario recuperar el tópico de su sentido, de su misión. Para ello vamos a abordar su itinerario histórico, para después enfocarnos en su trayectoria en nuestro país.

Ciencia

¿Cuál fue el propósito originario de la universidad medieval? Se trataba simplemente de saber. Las universidades eran comunidades de maestros y alumnos que tenían por objeto el conocimiento. Ni más ni menos. Conceptos como exámenes o evaluaciones les eran tan ajenos como la idea de una titulación profesional. La comunidad universitaria cultivaba el conocimiento a través de dos herramientas: la lección y la discusión. Lo que hicieran después con ese saber no era asunto de la universidad.

Estas comunidades no tenían posesiones ni propiedades, lo que les daba una gran libertad y una genuina autonomía. En caso de que algún señor feudal, consejo ciudadano, gremio u obispo quisiera hacerles algún tipo de imposición, la universidad simplemente se mudaba a otro lado.

Conforme pasaron los siglos, la universidad experimentó sensibles transformaciones. Primero las fundaciones eclesiásticas, que supusieron una sustancial merma de su autonomía. Más tarde pasaron a tener un rol fundamental en la formación de los Estados nacionales. No solamente eran, junto con el ejército y la Iglesia, centros de formación de las élites políticas, sino que además se convirtieron en piezas fundamentales para la promoción del desarrollo económico y formalización de los oficios profesionales, con especial énfasis en la burocracia, la salud pública, las leyes y las ocupaciones relacionadas con la actividad productiva.

De ese modo las universidades se convirtieron en dispositivos estatales especializados en lo que antiguamente se llamaban «artes serviles» -todas las disciplinas de aplicación técnica- por oposición a las «artes liberales», que eran las artes, oficios, saberes y profesiones desempeñados por personas libres -las humanidades en general, a las que se sumaban el Derecho y la Medicina-. Aparecieron así los procesos de evaluación y las titulaciones profesionales.

Nación

Tal mutación se dio principalmente en la Europa continental, que siguió el modelo napoleónico. En el ámbito anglosajón también tuvo su impacto, aunque mucho más limitado. Allí las universidades se orientaron hacia las nuevas profesiones -sobre todo a la industria y las finanzas- pero conservaron su autonomía. Sin embargo el cambio fue tal, aun en el contexto del Reino Unido, que motivó al Cardenal John Henry Newman -un hombre que pensó y amó profundamente la universidad- a escribir a mediados de s. XIX su libro Idea de la Universidad, en defensa de los saberes liberales.

Las universidades priorizaban titulaciones profesionales con un criterio utilitario. Esta modalidad como institución estatal al servicio de un proyecto nacional tuvo su propia crisis, cuando después de la segunda posguerra se inicia un proceso de repliegue progresivo del Estado. En 1953, Robert Hutchins señaló con agudeza lo que estaba pasando en las universidades de los EEUU.

«El sistema educativo norteamericano, por ejemplo, parece tender actualmente a convertirse en un sistema de custodia, un sistema de alojamiento no carcelario de los jóvenes, desde el momento en que resultan una carga para sus familias hasta el instante en que se hallen listos para comenzar a trabajar. Cuando oímos decir a los educadores que el sistema educativo necesita más dinero para hacer más cosas, podemos sospechar que no están hablando de educación, están hablando de la ampliación del sistema de custodia.» (La universidad de Utopía, 1959, p. 64).

La universidad había cambiado su finalidad, o al menos había añadido otros fines al de institución al servicio del desarrollo nacional. Se transformó en un sistema de regulación social, una función que se le reconoce informalmente hasta hoy en los países desarrollados.

Con el correr de los años las universidades fueron ampliando su oferta académica, con el objeto de satisfacer demandas cada vez más diversificadas en materia de titulaciones profesionales. En tanto que en la mayoría de los países la educación superior es arancelada, nunca se convirtió en un problema estratégico de destino de recursos públicos. En países como la Argentina, por el contrario, la autonomía universitaria se convirtió en una aspiración, dentro de un sistema de estricta dependencia económica.

Estado

En nuestro país el itinerario de la universidad siguió las tendencias mundiales hasta mediados del s. XX. La estatización de las universidades y su creación a lo largo del s. XIX respondió a los objetivos del desarrollo nacional. El propósito era formar profesionales que contribuyeran directamente a su crecimiento económico e institucional. En ese contexto, la movilidad social ascendente era una consecuencia derivada del propósito explicito, no un fin en sí mismo. Había movilidad social en tanto se podía acceder a una posición superior en el contexto de un país en desarrollo. La inserción de profesionales en un sistema productivo en crecimiento mejoraría sus ingresos y su calidad de vida. Eso fue así hasta bien pasada la mitad del s. XX.

Otro proceso vino a incidir de forma decisiva. A partir de la década de 1940 se intentó modificar la matriz productiva del país, de un modelo agroexportador a otro de industrialización con desarrollo de un mercado interno. Eso suponía un impulso decisivo a la formación profesional, tanto en el nivel técnico como en el superior, tanto en el plano de la cantidad de profesionales como en el de la diversidad de especializaciones. Es lo que se hizo entre la época del llamado peronismo clásico hasta fines de la década de 1960, con el Plan Taquini, que impulsó la creación de universidades nacionales en todo el país.

Pocos años después se hizo patente el fracaso del proyecto industrialista y la Argentina inició un proceso de declinación económica que apenas se ha interrumpido a lo largo del último medio siglo. En ese contexto de contracción no solamente las titulaciones profesionales perdían sentido sino que además la movilidad social ascendente como fenómeno derivado del crecimiento económico se detuvo, iniciándose un proceso regresivo. Era común en los años 80 la imagen del graduado universitario empleado en algún tipo de ocupación no especializada, como taxista o comerciante.

Antes hemos mencionado lo que sucedió con las universidades en el mundo desarrollado como consecuencia de las transformaciones económicas de la posguerra y también con las crisis que le sucedieron. En nuestro país el efecto fue parecido pero con características propias. Las universidades no se convirtieron en instituciones de custodia pero multiplicaron titulaciones que tenían como destino predominante la contratación el el sector público, el Estado: ciencias básicas y sociales, artes y determinados servicios.

El objeto de la formación profesional universitaria no era el desarrollo nacional, que ya no estaba articulado dentro de un proyecto político o económico, sino el Estado, un instrumento que seguía creciendo aunque su propósito específico estuviera en entredicho.

La movilidad social que brindaban los estudios universitarios empezaba a ser engañosa, parasitaria, no se derivaba del desarrollo económico sino de la ampliación del empleo público. El resultado es similar al de las universidades de los países desarrollados como instituciones de custodia. Un sistema de compensación social, solo que con efectos permanentes e infinitamente más gravoso.

Este fenómeno ha sido una constante a lo largo de los últimos 40 años y ha tenido como consecuencia la pérdida sustancial de márgenes de autonomía universitaria, al acentuarse la dependencia del Estado, devenido en destino laboral creciente de los graduados universitarios.

Partidos

Un proceso adicional vino a desdibujar más aún el propósito de la educación superior estatal. Hacia los años 90 se entendió que el país vivía aplastado bajo el peso de un enorme aparato estatal y sus ramificaciones corporativas. El presidente Menem dispuso una sustancial reducción del sector público. Curiosamente, la universidad no solamente quedó fuera del plan de ajuste, sino que se puso en práctica la creación de varias instituciones nuevas, mayormente en el Conurbano bonaerense y la Provincia de Buenos Aires. El objetivo formal era aliviar la estructura sobrecargada de la Universidad de Buenos Aires. El objetivo implícito era reducir su gravitación política, como núcleo principal del radicalismo porteño y articulador del poder de la UCR.

La creación de nuevas universidades multiplicó las titulaciones sin ningún criterio estratégico: las universidades se solapaban en su oferta académica. En 1999, con ocasión del recorte del presupuesto universitario, René Favaloro sostuvo que era posible cerrar por unos años las Facultades de Medicina del país sin que se afectaran por ello los servicios de salud. Otro tanto dijo de las facultades de Derecho e Ingeniería.

Dicha política universitaria inspirada por la lógica partidaria fue continuada de forma abusiva por los Kirchner. Las nuevas fundaciones siguieron criterios de identificación partidaria con gobernadores e intendentes afines, aumentando las distorsiones del sistema.

Es preciso explicar bien en qué consiste la universidad al servicio de los partidos. No es principalmente un tema de adoctrinamiento: tal fenómeno existe y no es despreciable, pero es bastante menos importante de lo que piensan los críticos de la universidad pública. Las universidades se convierten en posiciones dominadas por partidos y organizaciones en el terreno de la confrontación política. Sirven como centros de irradiación, cooptación de dirigentes, reclutamiento y reparto de cargos para clientelas políticas, captación de recursos y eventualmente encubrimiento de operaciones de financiación electoral.

Contrariamente a lo que sería deseable -es decir, que los alineamientos en materia de política universitaria siguieran una lógica académica, propia- es cada vez más evidente la identificación de sus autoridades con los partidos políticos.

Futuro

Podría pensarse, después de esbozar este sombrío panorama (por fuerza simplificado, escueto, exagerado) que la universidad pública argentina está completa e irremediablemente degradada. Eso no es cierto. Nuestros centros universitarios son instituciones muy valiosas que han contribuido al conocimiento y al desarrollo del país. Todavía producen profesionales bien preparados, solventes, honestos. Muchos tratamos de dar lo mejor de nosotros en sus aulas. Pero es preciso mirar al futuro, sin prejuicios ni subterfugios, con valentía.

El hecho de dar demasiadas cosas por supuestas suele tener un altísimo costo. Sucede en las relaciones personales así como también en el plano social. La ocasión parece indicada para analizar con detenimiento el sistema universitario público argentino. ¿Para qué queremos universidades? Un argumento que se ha convertido en dominante en el contexto de la discusión actual es que las universidades contribuyen a la movilidad social ascendente. En sí misma es una razón paupérrima, muy menor a la búsqueda, transmisión o generación de saberes, el desarrollo científico/tecnológico, el perfeccionamiento institucional o la promoción profesional. Apenas la expedición de títulos que teóricamente habilitan a mayores ingresos personales. Cuando se recorta el discurso a las razones más domésticas, es probable que terminen causando desprecio. Si se lo mira desde los resultados, el panorama es desolador: el porcentaje de graduados es bajísimo. La movilidad social ascendente asociada a los titulaciones universitarias es hoy por hoy una consigna, un enunciado vacío.

La reciente disputa por la ley de financiamiento universitario encontró a las casas de altos estudios firmemente abroqueladas en sus posiciones, sin voluntad de revisar críticamente su misión, su articulación social, su estructura. Un juego a todo o nada. Ahora algunas parecen allanarse a la cooperación en materia de auditoría.

Lo que está en juego, no obstante- es mucho más serio. ¿Tiene sentido mantener el sistema como está? Si la respuesta es afirmativa, habrá que preguntarse ya no por los fines, sino por los medios. Si este vasto sistema universitario beneficia a tan pocos es razonable que tenga que buscar formas de financiamiento alternativo, como el arancel, la venta de servicios o el mecenazgo. La sociedad no habrá resuelto la pregunta por el objeto de la universidad pública, pero al menos no seguirá manteniéndola con sus impuestos.

Si en cambio se reconoce la necesidad de restablecer en la universidad pública los fines que le son propios, será necesario preguntarse qué modelo hay que recuperar. Ni el estatal ni el partidario cumplen el rol que se le demanda. Queda el científico y el nacional. No parece posible recrear las formas de la comunidad universitaria medieval. Si lo que se quiere es promover desde el Estado el conocimiento general en sus diversas formas, para eso están los niveles educativos previos: preescolar, primario y secundario.

Lo que queda es el modelo nacional. Para recuperarlo es preciso realizar un ejercicio arqueológico de despeje de las múltiples capas burocráticas que lo han ido sepultando y desfigurando. Hace falta un vasto plan general de racionalización institucional en función de una planificación estratégica. Priorizar áreas de interés nacional, fijar cupos y requisitos para el ingreso, asignar recursos suficientes y ajustar la estructura institucional a los objetivos fijados. Hace falta tomar decisiones difíciles y dolorosas. Supone establecer una política universitaria propiamente dicha, que hoy no existe, ni de parte del Gobierno Nacional (ni de este, ni de los anteriores) ni tampoco del Consejo Interuniversitario Nacional.

Las decisiones que no se tomen de forma estudiada y racional darán paso, transcurrido el tiempo, a la imposición de las circunstancias.

* El autor es profesor universitario.

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