En una Argentina donde las palabras y su agrupación en relatos importan infinitamente más que los hechos, en un país donde la ficción importa más que la realidad, muchas veces acepciones que parecen ser más o menos lo mismo, o que se pretende que sean iguales, son absolutamente contrarias.
Veamos un par de ejemplos significativos en dos debates mundiales pero que acá se dan con particular intensidad, al menos uno de ellos.
El primero, que tiene alguna repercusión en Mendoza, es acerca del separatismo, una especie de Brexit cuyano en el cual se apoyó Alfredo Cornejo para insinuar que si el gobierno nacional seguía discriminando al provincial, habría que imaginarse la posibilidad de separarse del país. Luego ajustó el debate y dijo que de lo que se trata es de exigir mucha mayor autonomía y federalismo.
Pero hete aquí que uno y lo otro no son una continuidad sino lo opuesto. Joan Manuel Serrat, el cantautor barcelonés es uno de los más fervientes defensores de la autonomía de Cataluña y de las demás regiones españolas. Gran parte de sus canciones sólo las edita en catalán aunque no sean comerciales. Pero cuando se intentó separar a Cataluña de España fue uno de sus principales enemigos porque una cosa es una España federal y otra una España invertebrada.
El mariscal Tito unificó Yugoslavia bajo un régimen totalitario, pero cuando éste implosionó, en vez de una sola nación, el país se partió en una serie de republiquetas sin mayor entidad y además esta mala transformación costó genocidios de todo tipo.
Levantar las banderas autonómicas para construir un país federal, donde tanto las provincias como los municipios sean lo más independientes posibles dentro de un todo mayor que los contiene, es el ideal. Pero cuando aquellas provincias o estados que se sienten más privilegiados pretenden irse con sus privilegios a otra parte, no sólo los pierde la nación sino la entidad separatista que se transforma en una sombra de lo que siempre soñó ser. En el mismo sentido, la concretada pretensión inglesa de separarse de la Unión Europea, es una actitud reaccionaria, no progresista.
He aquí entonces la otra palabra en cuestión: progresista, que desde hace un tiempo se la confunde con el populismo de izquierda, cuando son profundamente opuestos.
El populismo en todas sus variantes tiene dos condiciones sine qua non que definen su esencia. No puede haber populismo sin ellas: la primera es el culto a la personalidad por encima del respeto a las instituciones con su lógica consecuencia de la reelección indefinida del líder absoluto. La segunda, el desprecio o enemistad absolutas con la división de poderes republicana y con el periodismo independiente.
El populismo de derecha, además, es xenófobo y aislacionista como el de Trump, el de Bolsonaro o el de muchos países de la Europa Oriental luego de la caída del muro de Berlín.
El populismo de izquierda, en cambio, pretende aparecer como una variante más profunda, más avanzada del progresismo, pero poco tienen que ver salvo nominalmente. Como el populismo de derecha casi nada tiene que ver con la derecha liberal.
El progresismo, tanto en su versión europea (socialdemócrata) o en su versión norteamericana (liberal) enfatiza, dentro del capitalismo, en los valores de la igualdad, la justicia social y la existencia de un Estado importante, el llamado Benefactor.
El ideal del populismo, en cambio, está formado por valores tales como el igualitarismo, el asistencialismo y el estatismo, que son degeneraciones de los ideales progresistas occidentales o enmascaramientos bajo nombres más potables de las viejas banderas hoy desgastadas del fallido comunismo real.
La igualdad en su sentido más serio está relacionada con la equidad. No se puede dar lo mismo a todos para llegar a la mayor igualdad posible, sino a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, lo que merece y lo que necesita. En cambio el igualitarismo plantea, por ejemplo, subsidiar a todos por igual, sean ricos o pobres, como ocurre en el país con los servicios públicos dentro de la actual ideología oficial. Y en tantas otras cosas.
La justicia social es ofrecer educación y trabajo para todos a fin de que todos ingresen en la producción y en el consumo, y desde allí en la movilidad social creciente y permanente. En cambio, el asistencialismo al que hoy se lo disfraza de justicia social, es apenas subsidiar para que todo quede como está. Contener en vez de promover, evitar que el país estalle pero disminuyendo cada vez un poco más el nivel de vida de toda la población, no sólo de la más necesitada, excepto las de unos pocos privilegiados aliados con la casta política que manda.
Un Estado grande y eficiente es hacer que el Estado haga lo mejor posible lo que mejor sabe hacer, para que la sociedad privada sea lo más eficiente posible en lo que mejor sabe hacer. Cada uno en lo suyo. Nada tiene que ver con el estatismo que ve en la actividad privada un mal a veces necesario (por eso la tolera en parte) pero en el Estado a una forma superior de producción. Vicentín dixit, experimento que los ideólogos más “avanzados” del kirchnerismo quisieron usar de prueba piloto para estatizar la comercialización agroexportadora del país, objetivo último que se mal oculta desde la circular 125/08.
Un Estado como el Benefactor que tuvo gran éxito en Occidente durante más de 40 años (y que luego fue decayendo en muchos lados por sucumbir al estatismo burocrático y a las corporaciones privadas que si no se las controla buscan enriquecerse sin competir), no es un Estado gordo que enflaquece a la sociedad tal como tan claramente ocurre en la Argentina, sino un Estado fuerte que busca principalmente fortalecer a la sociedad, no a sí mismo.
Son dos concepciones radicalmente diferentes. Una no es profundización de la otra sino su degeneración.
Un camino conduce a Venezuela y Cuba, el otro a los Estados escandinavos que son quienes más tiempo están logrando sostener -aún con sus contradicciones y sus idas y venidas- un Estado Benefactor con justicia y movilidad sociales.
Lula desde Brasil y Pepe Mujica desde Uruguay se equivocan como no lo hace el socialismo chileno de Lagos o Bachelet, cuando se alían con los que se le parecen nominalmente pero en el fondo no tienen nada que ver con ellos. No están construyendo las mismas sociedades.
El peronismo argentino tiene en el kirchnerismo a su variante populista de izquierda pero dentro del movimiento sobreviven las más distintas tendencias. Sólo que el peronismo, copiando de algún modo la tradición verticalista de la Iglesia católica, siempre se subordina al liderazgo de ocasión. Por eso fue liberal de derechas con Menem y ahora es lo contrario con los Kirchner. Pero es una estructura que puede ser ocupada por cualquier ideología, ya que su esencia es la manutención del poder, no las ideas doctrinarias. O mejor dicho, la doctrina sirve para que se la apropie cualquier ideología.
Hoy que el otro gran partido mayoritario secular, la UCR, lucha sobre todo por liderar en su coalición las banderas del republicanismo popular, el peronismo no populista, por dentro o por fuera del kirchnerismo, debería acercarse más a las banderas de la prolija socialdemocracia del Estado Benefactor que también es parte de su historia. O sino alguien tarde o temprano las ocupará por él, incluso la misma alianza nacida bajo el nombre de Cambiemos cuando su hegemonía deje de ser solo del PRO, su tendencia más liberal de centro derecha. República y justicia social no pueden estar enfrentadas, tampoco Estado y propiedad privada, aunque cada tendencia jerarquice más a uno que a otro. Lo cual es propio del necesario debate democrático entre distintos pero no opuestos, entre adversarios pero no entre enemigos.
Es por todo esto que luchar por el real significado de las palabras, es parte de la lucha política democrática.