Hasta fines de julio, cuando el presidente norteamericano Joe Biden reciba a Alberto Fernández en Washington, se extenderá algún horizonte de expectativas para la precaria gobernabilidad que encabeza el presidente argentino. La lógica indica que, hasta entonces, Estados Unidos aguardará para resolver su posición en el Fondo Monetario Internacional, que tiene a revisión el cumplimiento del plan acordado para reprogramar la deuda externa.
Fernández llegó a la promesa de una audiencia con Biden tras una rogatoria compleja, que incluyó desde la constatación por el embajador Jorge Argüello de una predisposición favorable de la Casa Blanca como consecuencia del conflicto con Rusia, hasta una mascarada diplomática propuesta desde la Cancillería a propósito de la Cumbre de las Américas que se realizará esta semana en California.
Fernández amenazó con una cumbre paralela a la que supuestamente asistirían los dictadores de Cuba, Nicaragua y Venezuela. El amague resultó tan poco serio que, hasta el mexicano Andrés López Obrador, célebre por su imaginación frondosa, declinó asistir con sus mariachis.
Con la promesa de Biden, el presidente argentino consiguió de todos modos recuperar oxígeno. Encadenado a la noria en la que gira desde su asunción, lo ofrendó en el altar de un enésimo intento de recomposición con Cristina Kirchner. Obtuvo el mismo resultado de siempre.
Como el desmanejo de la crisis deja a su gestión huérfana de iniciativa, Fernández aceptó continuar con su gobierno limitado a símbolos y efemérides. Al igual que antes con los nuevos billetes para la devaluación, esta vez fue la nostalgia por el centenario de YPF; una empresa que refleja como ninguna lo peor del prontuario político de la familia Kirchner, su concepción patrimonialista del Estado y su vocación predatoria en la gestión pública.
Es una historia conocida que la vicepresidenta suele narrar al revés. El kirchnerismo como fenómeno provincial nació financiado por el sindicalismo petrolero y como fenómeno nacional, por regalías de la privatización que votaron para YPF. Recursos santacruceños que desaparecieron luego en cuentas opacas de la banca suiza. Ya en el Estado nacional, la “nacionalización” del paquete accionario de YPF fue una apropiación para el capitalismo de amigos, financiada por los dividendos de una desinversión inducida.
Cuando ese desvío llegó al límite de promover una grave crisis de reservas en divisas, los antiguos privatizadores de YPF la reestatizaron. Los desendeudadores cargaron a la cuenta de las generaciones futuras otra enorme y pesada deuda resarcitoria en dólares. Y todavía falta el juicio del Grupo Eskenazi, aquel generoso experto en mercados regulados convocado para colaborar en la recuperación de la soberanía energética, de la cual sólo se conoce en estos días la irrefutable escasez de gas oil.
Pese a estos antecedentes, Cristina Kirchner aprovechó la liturgia para objetarle al Presidente lo que está haciendo para que se inicien apenas los pasos previos a la construcción de un gasoducto futuro que en la publicidad oficial ya se muestra a ritmo de soldaduras. Le ofreció con esa excusa una lapicera. Otra más. Para que Alberto firme su definitiva capitulación.
Siempre que Biden no insista con un regalo parecido, Fernández tiene hasta el 25 de julio para preparar su segundo semestre con Cristina en la oposición. Un semestre donde se harán sentir dos condicionantes fuertes: una restricción de dólares que en la primera parte del año no tuvo, y la complicación de la agenda judicial de la vice. Para lo primero apunta a construir un clima de waiver en Estados Unidos, para lo segundo propone a Agustín Rossi para operar desde el área de inteligencia. Y se sumó a la estrategia de presión contra la Corte Suprema recibiendo un mamarracho inconstitucional que le alcanzó el grupo de gobernadores de las provincias más dependientes de la asistencia nacional.
La propuesta de convertir a la Corte Suprema de Justicia en un bufete tarifado del Consejo Federal de Inversiones fue presentada por ese colectivo de patrones territoriales devaluado por la crisis. Su arrogante indigencia intelectual es todo un síntoma de la declinación que padece el peronismo.
El politólogo Pablo Touzon lo acaba de describir con un estilo punzante. Pensar el peronismo dejó de ser sinónimo de pensar la Argentina. Pasó de resolver crisis a producirlas. En realidad, es la crisis del kirchnerismo (“ese asfixiante coro soviético que le mató al peronismo hasta la picardía”) que es patológicamente negada limitándose a señalar los errores evidentes de Alberto Fernández. Un peronismo que reestructure su economía política, sus alianzas sociales, sus ideas sobre la generación de riqueza, su visión del mundo, que no se encierre en su identidad asediada y salga al encuentro de la Argentina presente es casi un “no peronismo”.
La presión a la Corte tuvo además algún episodio anecdótico. El juez Carlos Rosenkrantz dijo en Chile una verdad de Perogrullo: no es cierto que donde hay una necesidad, hay un derecho. A menos que se desconozca la naturaleza de la escasez o los fundamentos del derecho. El oficialismo salió en masa a morderle los tobillos.
Es por completo azaroso, no fue pensado para esa controversia, pero el mismo Touzon también dejó escrito un aporte utilizable. La experiencia del “Leviatán fallido” de la pandemia, envejeció la solución peronista para el siglo XXI: “a cada necesidad, un ministerio”.