La tensión central del país político ya está expuesta. De un lado la sociedad se contorsiona de todas las maneras posibles para sobrevivir a la combinación letal de crisis económica y pandemia sin fin. Del otro lado, sus representantes políticos practican la danza que los seduce hasta la adicción: la de sus interminables disputas internas.
Ningún partido de peso electoral decisorio consiguió sustraerse de ese bailoteo enajenado, en un país que se desbarranca bajo la línea de pobreza, que ya superó los 100.000 muertos por la pandemia y los cinco millones de argentinos contagiados y que todavía sigue improvisando un plan de vacunación.
Altanera, sobre las cenizas de la economía destruida y abriéndose paso entre los hospitales, la campaña electoral ha comenzado.
Entramos al momento clásico en que lo único más o menos claro que exhiben las encuestas es al cliente que las contrata.
La profundidad de la crisis anega con incertidumbre esos sondeos.
Nadie puede aventurar con indicadores fiables hacia dónde evolucionará el voto de los millones de argentinos sumergidos en esa convulsión subterránea.
En todos las encuestas, la evaluación de la situación existente es negativa en más de la mitad de los consultados y las expectativas a futuro no son mejores.
Si esa percepción de la realidad se transformara en voto, los dos momentos electorales del año (primarias y generales) ya tendrían el resultado puesto.
Pero esa traducción lineal puede conducir a engaño.
Cuando se husmea en la intención de voto, el bloque original de electores del Gobierno nacional -menos de un tercio- todavía se sostiene con un alto grado de resiliencia. Pese a que sus tres figuras más expuestas merodean los 60 puntos de rechazo explícito. Así está la imagen negativa de Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Axel Kicillof.
En la oposición, el techo para el crecimiento es más alto. El dato alarmante es otro. Desde que fracasó en sus gestiones de unidad interna y se lanzó al baile de las primarias, la imagen pública de todos los principales dirigentes del bloque cuyo documento de identidad en tránsito alude todavía a la genealogía Cambiemos no ha cesado de caer.
Las inquietudes sociales son nítidas. La preocupación por la pandemia cede. No porque el optimismo declarativo del Gobierno convenza, sino más bien por la resignación ante los sucesivos fracasos del plan de vacunación: los incumplimientos de AstraZeneca, los inmunizados de privilegio, el desaire ostensible con los envíos de Sputnik y la flamante pasión de alquimistas de vacunas que han adoptado las autoridades sanitarias.
En cambio, el combo implacable de inflación, desempleo y pobreza se impone como demanda central y dispara un vector paralelo, que es siempre correlativo: la indignación por la corrupción oficial y los escándalos de un presidente que ha demostrado una desaprensión constante por el cuidado de su investidura.
Frente a la aflicción generalizada por el rumbo económico, el oficialismo acaba de girar sobre el eje de una nueva impostura.
De impugnar al Fondo Monetario Internacional y los Estados Unidos como responsables de la crisis, pasó en dos semanas a señalarlos como expectativa de recuperación.
Cristina Kirchner dejó de oponerse al pago de la deuda con el FMI.
Alberto Fernández autorizó y agradeció las vacunas de Pfizer y Moderna.
Y Sergio Massa volvió a ofrecerse como presidenciable apto para todo servicio -en otro gesto de diplomacia paralela- frente a Jake Sullivan, el enviado de Joe Biden que le reclamó al presidente Fernández una política de derechos humanos y afirmación democrática coherente frente a las dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Lo significativo del giro es su impacto de corto y mediano plazo.
En lo inmediato, el Gobierno parece haber comprobado que su discurso económico -aislacionismo para el presente y nostalgia del distribucionismo de tiempos pasados, cada vez más lejanos- no genera expectativas en el electorado. Le rinde mejor un mix oportunista: disputarle a la oposición las banderas de cierta racionalidad económica, mientras se empapela la campaña con emisión monetaria y programas de financiación en cómodas cuotas.
Para el mediano plazo, el oficialismo prepara el terreno para el día después de la elección. Cuando no tendrá más remedio que hacerse cargo -en la victoria o en la derrota- del ajuste por el sinceramiento de las variables económicas y los vencimientos con el FMI que no podrá postergar sin acordar un plan.
No deja de ser una operación riesgosa.
El Gobierno está a un paso de aprobar otra singularidad argentina: la sindicalización de la protesta subsidiada, bajo la forma de una confederación general del desempleo.
Aún así, Juan Grabois metió presión advirtiendo sobre el riesgo de un estallido social.
La visita de Sullivan dejó otra novedad: el nombre de Marc Stanley como nuevo embajador propuesto por Biden para Argentina.
Entre sus antecedentes, Stanley exhibe su condición de líder de la comunidad judía en Dallas, Texas, y su designación en 2011 por el expresidente Barack Obama como miembro del Consejo del Museo Conmemorativo del Holocausto.
Mientras, Carlos Zannini decidió acelerar los trámites para voltear la causa abierta por el acuerdo con Irán, denunciado en tribunales por el fiscal Alberto Nisman (y en los medios por Alberto Fernández) como la clave del encubrimiento a los responsables del atentado contra la Amia.
*El autor es De nuestra Corresponsalía en Buenos Aires.