¿Qué significa Ómicron? Probablemente, además de ser nombre de la quinceava letra del alfabeto griego, Ómicron es la señal de que el orden mundial no sirve para afrontar los desafíos que enfrenta la humanidad a esta altura de la historia.
Por primera vez en su existencia, la especie humana está bajo amenazas que, como el cambio climático y la pandemia, no se detienen ante las fronteras ni tienen que ver con ellas. Por lo tanto, enfrentarlas desde Estados separados por fronteras y que compiten entre sí, resulta absurdo.
Que se haya llegado a la letra quince del alfabeto griego, habiendo saltado la trece y la catorce (“Nu” podía prestarse a confusiones con palabras inglesas como “new”, mientras que “Xi” incomodaría y dejaría en mala posición a Xi Jinping, además de ser un apellido común en el país donde se habría originado el virus), le recuerda al mundo que las mutaciones del virus continúan a ritmo vertiginoso, amenazando con matar a millones de personas en el orbe.
¿Se podría estar mejor? Probablemente, si el inútil orden global vigente y las medianías y codicias de la dirigencia política y económica mundial no hubieran impedido una de las dos proezas a las que la humanidad quedó obligada por la primer pandemia absolutamente global de todos los tiempos.
La primera proeza es científica, y se logró: crear en tiempo récord vacunas eficaces y seguras para contener el avance arrollador del covid. Pero para normalizar el funcionamiento del mundo era necesaria una segunda proeza, y ésta es de carácter político: que las superpotencias y los organismos internacionales acuerden suspender las patentes para que las vacunas puedan producirse al mismo tiempo en la mayor cantidad de países posible, además de diseñar una campaña de vacunación global y simultánea.
Sin producción a escala global y sin simultaneidad en la vacunación, el coronavirus continuaría mutando para eludir las barreras que la ciencia le va interponiendo a su reproducción. Con medio centenar de mutaciones, Ómicron irrumpió como un virus casi desconocido y al que se debe estudiar para ver si sigue siendo la misma amenaza, o si se trata de una amenaza lo suficientemente diferente como para obligar al descubrimiento y producción de nuevas vacunas.
O sea que, después de dos años recorriendo un laberinto desesperante, la ciencia puede en cualquier momento volver al punto de partida, porque si bien los laboratorios habían hecho su parte con éxito, la política fracasó por quedar encorsetada en un orden mundial que no puede moverse con la velocidad de las mutaciones virales.
De nada sirve erradicar el coronavirus en un país, si continúa en otro, del mismo modo que de nada sirve reducir las emisiones de efecto invernadero en un país o grupo de países, si otros rincones del planeta siguen generando los gases que producen el calentamiento global.
Nadar en los mares del cambio climático y del covid con el chaleco de fuerzas del orden mundial, mantiene al mundo en un desesperante naufragio.
Cada luz al final del túnel terminó siendo una ilusión óptica. Cuando la ciencia se acercaba a la proeza de crear vacunas, aparecía una variante con el nombre del país donde era detectaba, nublando la esperanza de una pronta salida. A la variante inglesa le siguió la sudafricana, luego la de Manaos y así hasta que la OMS decidió evitar estigmatizaciones y pasó al alfabeto griego.
Allí empezó el desfile de letras helénicas, como luces al final del túnel que pronto empiezan a parpadear hasta apagarse.
Por cierto, el fracaso de la proeza política que la humanidad está obligada a realizar no es lo único que permite al coronavirus seguir jaqueando el mundo. El rebrote en Europa y Estados Unidos muestra que esa modalidad de terraplanismo que son los anti-vacuna puede tener consecuencias genocidas.
La supervivencia inútil de un orden mundial surgido de otras circunstancias y que ya no refleja ni reflejará los desafíos que ha comenzado a tener la especie, constituye un error con argumentos. Pero el terraplanismo anti-vacuna constituye un error contra-argumental, surgido de una infinidad de razones serias para desconfiar de los poderes políticos y económicos, devenido en estupidez suicida ante otra infinidad de evidencias aportadas por la ciencia y el razonamiento lógico.
El mundo debe resetearse, pero la dirigencia mundial es la prueba de que la humanidad quizá no pueda hacerlo. La reinvención del orbe puede ser una meta inalcanzable. Mientras lo descubrimos, dos acechanzas avanzan sobre la especia humana.
Parece una locura pensar en la modificación del orden mundial, sin embargo la locura es su continuidad. Lo están anunciando con furia destructiva tormentas y desertificaciones, y con nombres extraídos del alfabeto griego la mutación del virus, que ya llegó a la letra ómicron y posiblemente no se detendrá en Omega.