Norberto Oyarbide fue un juez icónico de todo lo que no debe ser un magistrado de una República Democrática, que en la Argentina fue absolutamente funcional al poder político hasta el punto de transformar al Poder Judicial en un mero apéndice de aquél. Fue, debido a la gran visibilidad generada por la excentricidad en su vida privada (que no dudó más de una vez en mezclarla impúdicamente con la pública), la punta del iceberg de una institucionalidad que se fue deteriorando mientras nuestro país avanzaba en una irremediable, al menos hasta ahora, decadencia.
La democracia que se inició en 1983 comenzó con una en general correcta relación entre el gobierno de Alfonsín y la Corte Suprema de Justicia, donde la división de poderes pudo efectivizarse en lo principal. Pero ello se alteró drásticamente con la presidencia de Menem, ya que éste -y también su entonces vicepresidente Duhalde- pensaban que la Corte debía ser la pata judicial del proyecto político que se quería encarar, en la vieja tradición del primer peronismo donde tampoco existió la menor autonomía del poder judicial frente al político.
Allí, durante el menemismo, se inició y formó como juez Norberto Oyarbide y no tardó demasiado en adquirir todos los vicios de esa concepción antirrepublicana del poder. Esa donde el presidente de la Corte Suprema de Justicia era el socio del presidente Menem en su estudio jurídico en La Rioja.
Con la asunción de Néstor Kirchner pareció que esa concepción nepotista del poder comenzaba su fin ya que el nuevo presidente auspició una Corte Suprema de Justicia muy independiente del poder político. Pero el problema es que Kirchner se sobreestimó, creyó que podría controlar a una Corte independiente mediante la persuasión, pero cuando se dio cuenta que eso no era así, comenzó de nuevo a lidiar contra la independencia judicial. Algo que su señora esposa, en sus dos presidencias, llevó a sus máximos extremos queriendo incluso reformar la justicia para partidizarla definitivamente.
Oyarbide que nació como juez durante el menemismo, culminó su deplorable carrera siendo funcional en grado sumo a las exigencias del poder político kirchnerista, ya que le hizo todos los fallos que éste quisiera a la medida como si se tratara de un sastre. Incluso llegó a dictarles las defensas a los imputados según confesó el contador de los K en la causa de los cuadernos.
Tuvo infinidad de juicios políticos y de todos salió airoso debido a su cercanía promiscua al poder. Y cuando cambiaron los vientos políticos y todo pareció acabarse para él, se las arregló para jubilarse y desde entonces buscó ser un showman, un bon vivant, que es lo que debió haber sido desde el principio, ya que esa parecía su verdadera vocación y de haberla concretado la República se hubiera evitado un mal juez.
Sin embargo, tal como pasaron las cosas, Oyarbide no fue un protagonista principal sino por su sensacionalismo y por sus conductas tan excéntricas. Sólo será recordado porque expresó a una gran parte del Poder Judicial que en vez de cumplir la impronta básica de que un juez no debe dejarse influenciar por ningún otro poder ni siquiera por el de la opinión pública, hicieron todo lo contrario y marcharon con la corriente siendo sumisos ejecutores de órdenes o cuando menos insinuaciones que ellos supieron muy bien interpretar, con lo cual denigraron su función institucional en grado sumo.
La República Democrática argentina está a la espera de un Poder Judicial que la honre, que no deje solos a los pocos jueces que cumplen honorablemente su papel y donde personajes como Oyarbide no tengan la más mínima cabida.