Hasta ayer, lo mío con la pandemia venía bien. Pasé por instancias penosas que incluyeron quedar varada o temer por mis parientes del grupo de riesgo, pero se puede decir que me la bancaba. Se puede decir incluso que sobrellevaba la existencia de ese intruso que de “enemigo invisible” había decantado en una especie de “invitado inoportuno”, como un amigo con el que se tropieza de tanto en tanto en casa pero que ya arma las valijas para irse.
Entonces cometí el error de hacer cuentas con los dedos y me dije: “Eran 18 meses para tener una vacuna que nos salve y los esfuerzos de la ciencia nos dieron varias en 8, pero justo cuando se empiezan a aplicar, aparecen nuevas cepas que requieren nuevas vacunas”.
Recordé un corto del Pato Lucas tratando de vender un guión de su propia cosecha, apurando la trama con una serie de cataclismos interminables al final. El pato sudaba por el esfuerzo, pero no tanto como yo: “No es como la tuberculosis o la polio, es algo que no termina”.
Los argumentos tranquilizadores basados en los bajos porcentajes de mortalidad a escala global no me hacían efecto. “Vacunación perpetua” pensé y me toqué el brazo donde aún se ve la pequeña cicatriz de la BCG.
La idea de transformarme en una suerte de muñeca vudú de las inyecciones a cambio de un poco de paz, no sirvió de nada porque me asaltó una idea peor. “Si a diferencia de los virus gripales que conocíamos, tendientes a perder virulencia con el tiempo, este se vuelve más potente y mutante cada día ¿por qué descartar la aparición de nuevos virus recargados en potencia y maldad?”.
Un rápido repaso por los medios de países que ya van para la cuarta ola fue casi como un tiro de gracia: pasaportes sanitarios, centros de aislamiento forzados, cuarentenas periódicas y un sinfín de planes y medidas restrictivas, barajados con pulso trémulo frente a un virus que se reconvierte con más tenacidad que Madonna.
Ahora sé que el invitado, intrusivo e invisible, nunca terminará de armar sus valijas. Él también se queda en casa.