El domingo 28 de julio se celebrarán elecciones presidenciales en Venezuela. La mayoría de las encuestas avizoran un triunfo del candidato opositor Edmundo González Urrutia y la derrota del autócrata Nicolás Maduro. El patriarca caribeño ha realizado varias artimañas para que la popularidad de sus opositores no se traduzca en votos. Maduro inhabilitó políticamente a María Corina Machado, la líder de la Mesa de la Unidad Democrática, hasta ahora la instancia de consenso opositor más fuerte que ha debido enfrentar el régimen chavista. Hizo lo mismo con su sustituta, Corina Yaris, pero no logró desactivar la candidatura de González Urrutia, quien ahora es un candidato con chances verdaderas de triunfar.
Más audaz e irresponsable fue la consulta popular que realizó el gobierno de Maduro para reafirmar los derechos de Venezuela sobre Esequibo, territorio reclamado por el país, pero bajo jurisdicción de Guyana, situación que puso en alerta de guerra a este último y a la región. Finalmente, como la mayoría de las medidas del régimen, fue un manotazo de ahogado en búsqueda de un enemigo para la nación venezolana y terminó siendo una nueva puesta en escena de una elección fraudulenta de las que acostumbra ese gobierno agotado.
El gobierno venezolano y la oposición, gracias a la presión externa de diversas fuerzas, lograron en los acuerdos de Barbados algunos lineamientos para garantizar las elecciones y los resultados. Aquí es necesario recordar que las últimas elecciones parlamentarias que se realizaron en diciembre de 2020 estuvieron sospechadas de amañadas por el gobierno y aunque diversos organismos alertaron sobre estas irregularidades, como la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dirigida por Michelle Bachelet, el Grupo de Puebla, encabezado por Rafael Correa, afirmó que “los comicios se desarrollaron dentro de la normalidad, de forma pacífica y sin incidentes”.
En este sentido es necesario entender que al régimen chavista no le importa demasiado la cantidad de votos que obtiene sino la injerencia en el proceso de contarlos.
Dos escenarios se le presentarán al régimen chavista, a los acólitos nacionales, a Nicolás Maduro, a la confederación de autocracias que lo apoyan abiertamente (Nicaragua, Cuba, Rusia, Irán y China) y a los líderes populistas que de manera cautelosa o explícita lo defienden.
El primer escenario es la posibilidad, bastante probable, de que triunfe la oposición y González Urrutia sea elegido presidente. En una situación como esta al gobierno de Maduro se le presentan dos sub-escenarios:
El primero sería aceptar el resultado y brindar las condiciones para una transición democrática pacífica. El nuevo gobierno puede promulgar una amnistía y olvidar las tropelías cometidas por el régimen. “El olvido es la única venganza y el único perdón” decía Jorge Luis Borges, pero la literatura no siempre declina políticamente. Los ofendidos, humillados y expulsados por el régimen chavista es probable que no atiendan a este aforismo borgiano y reclamen su derecho a enjuiciar al autócrata y a sus cuadros burocráticos, policiales y militares.
El segundo también implica aceptar la derrota y, frente a la posibilidad de un juicio justo o un final brutal al estilo de Muamar el Gadafi o Sadam Husein, huir. En la antesala de un enjuiciamiento por el nuevo gobierno, Nicolás Maduro puede refugiarse en alguno de los regímenes autocráticos aliados. Por características climáticas y de cercanía Maduro puede buscar amparo en Cuba o en Nicaragua. Rusia y Bielorrusia son otros destinos que puede intentar, pero el gélido clima de estos países puede que no le siente bien a un hombre acostumbrado a los ambientes tropicales. Brasil sería otra posibilidad. Lula da Silva defiende abiertamente al régimen chavista, pero por su posicionamiento humanitario frente a los conflictos en Ucrania y Palestina es presumible que no le de refugio a un personaje con un prontuario de violaciones a los derechos humanos. Refugiarlo podría erosionar la imagen que Lula intenta mostrar de mediador en conflictos que no le atañen, pero proyectan su figura a nivel global.
Lo que resulta seguro es que siempre existe una madriguera solidaria para un dictador en fuga.
En términos geopolíticos el triunfo de la oposición en Venezuela reconfiguraría el tablero regional en favor de los gobiernos de derecha. Sería una buena noticia para Donald Trump, quien se ha mostrado mucho más duro con el gobierno venezolano que sus contrincantes demócratas. Para su aliado hemisférico, Javier Milei, representaría también un éxito político e ideológico que seguramente les enrostrará a sus oponentes domésticos del kirchnerismo, los cuáles ni siquiera con el silencio han logrado distanciarse de la debacle del post-chavismo.
Por su parte, las autocracias de Irán, Rusia, Bielorrusia, Nicaragua y Cuba perderían un aliado continental con importantes recursos energéticos. Y los líderes populistas de la denominada “marea rosa”, como se llama a los gobiernos progresistas de América Latina desde el triunfo de Hugo Chávez en 1998 y sus aliados en Argentina (Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner), Bolivia (Evo Morales), Ecuador (Rafael Correa) y Paraguay (Fernando Lugo), verán transmutarse el rosado de sus objetivos y oscurecerse por el avance de la denominada “Internacional negra” o “reaccionaria”, con la que es muy probable que coquetee el gobierno que surja en Venezuela.
El segundo escenario ante el que se enfrenta el régimen de Maduro es el de desconocer el resultado de las elecciones y mantenerse en el poder bajo la fuerza. Esta situación no resulta imposible ni improbable. Maduro ya expresó que en caso de perder los comicios puede desatarse “un baño de sangre”. El gobierno controla los principales recursos coercitivos del estado como el ejército y la policía, además que mantiene fuerzas de choque paraestatales, las cuales sembraron el terror entre los opositores al régimen en las movilizaciones políticas de 2014 y 2018. En esos momentos, la “salida militar” que le propuso de manera irresponsable Atilio Borón al régimen chavista, como una solución represiva ante las manifestaciones políticas, le puede servir como hoja de ruta a esa misma dictadura en un contexto de derrota. Borón, el intelectual devenido en influencer, es de los pocos que mantiene su apoyo explícito a Nicolás Maduro y su autocracia, como puede verse en la entrada del 24 de junio de su blog.
Otros intelectuales, por su parte, conservan el “pecado original” como sostenía en 2017 Boaventura de Sousa Santos y por esto “traicionan las causas con mucha facilidad”. Pero al sociólogo y pensador portugués ya nadie lo escucha en sus baladíes críticas al gobierno de Venezuela, debido a que fue cancelado en los círculos intelectuales del Sur Global por las denuncias por abuso sexual que tiene en su contra.
Que el gobierno de Nicolás Maduro desconozca las elecciones en caso de ser derrotado y se rebele frente a los resultados lo colocaría en una situación similar a la que alentó Donald Trump y Jair Bolsonaro luego de ser vencidos por Joe Biden y Lula da Silva respectivamente y que provocó el asalto al Congreso de Estados Unidos y la ocupación del Palacio de Planalto, sede del gobierno federal de Brasil. Este escenario dejaría en una mala posición política a Lula da Silva, porque se vería obligado a decidir entre desconocer el resultado de las elecciones y replicar lo que hizo Bolsonaro y Trump o, acompañar el triunfo de la oposición, perder a un aliado geopolítico en la región y esperar la definición ideológica del gobierno emergente.
Las cartas están en la mesa y se espera que Nicolás Maduro, encerrado en un laberinto del que puede escapar por arriba o escarbando, ante cualquier escenario, no juegue con el As de Espadas ni con el de Bastos.