“Entre los papeles de mi antepasado D. Joaquín de la Pezuela, virrey del Perú, hallé un legajo ceñido por viejo y desteñido balduque. En su cabecera se leía, escrito con la letra menuda y rasgueada de Pezuela: Trata de Santiago Liniers, virrey de Buenos Aires, asesinado por los insurrectos americanos en Cabeza del Tigre. Año de 1810, y más abajo, con la misma letra de D. Joaquín de fijo en distinta época: Río Janeyro, 1820”.
Estas palabras pertenecen a Antonio de Urbina, Marqués de Rozalejo, que removiendo papeles familiares halló un pequeño tesoro documental que describió en un texto bajo el título de “Liniers y Napoleón”.
Aquella tarde de 1945, luego de abrir un pequeño legajo, Antonio se sorprendió con Proclamas de Liniers, poemas dedicados al Reconquistador, versos en su honor, planos de Buenos Aires y sus alrededores -al parecer de propia mano del virrey Pezuela- con indicaciones de la marcha de las tropas invasoras inglesas en 1806 y de las maniobras del francés para liberar la zona por completo.
Las razones del interés de Pezuela hacia Liniers se debían a que tras la Reconquista de Buenos Aires el nombre de este personaje tuvo enorme resonancia mundial, viéndose totalmente consagrado entre sus pares militares. Consideremos además que había vencido a los ingleses, hecho que elevaba en gran medida el valor de su hazaña.
Lamentablemente, el héroe se vio en jaque poco después. En noviembre de 1807 —mientras los porteños saboreaban la victoria sobre Gran Bretaña— más de veinte mil franceses ingresaban en tierras españolas. No hallaron resistencia, la misión era atacar a Portugal en conjunto. Pero Napoleón tenía otros planes. Invadió España y nombró como rey a José Bonaparte, su hermano mayor, desplazando a Fernando VII sobre quien su padre había abdicado.
Cuando la noticia llegó a Buenos Aires, el grupo liderado por Martín de Álzaga —Mariano Moreno, entre ellos— miró con recelo al flamante virrey francés y éste alimentó irreflexivamente las sospechas alojando a un enviado de Bonaparte en su hogar. Su gran desempeño había llegado a oídos de Napoleón, que inmediatamente intentó convencerlo de darle su apoyo, pero no encontró eco en su compatriota.
“Era lógico que Liniers –explica Antonio de Urbina-, francés de origen, conservase afecto a Francia, cuya grandeza en aquellos años, bajo la fuerte, mana del Corso, deslumbraba al mundo. Era natural que Liniers (…) admirase la gloria militar de Bonaparte y que, apartado de Francia muchos años antes de su revolución, conocedor de la anarquía con que ésta la había destrozarlo, agradeciese a Napoleón el prodigioso y casi increíble cambio que de la máxima y sangrienta caótica barbarie alzó Francia al más ordenado esplendor y poderío (…) Al proclamar el odio sincero que entonces sentía contra Napoleón por su traición a España, no oculta haber sentido antes admiración hacia el hombre que salvó a Francia de la anarquía”.
Y mientras en Buenos Aires todos miraban sospechosamente a don Santiago, en España los franceses no daban tregua, avanzaban y las ciudades caían en pocos días. Los españoles formaron juntas para resistir, siendo la más importante la Junta Central que ocupando el lugar de un rey ausente y prisionero, nombró a Baltasar Hidalgo de Cisneros como nuevo virrey para el Río de la Plata.
Al llegar éste a América, Liniers entregó el mando sin resistir. Rechazó sublevarse, a pesar de la insistencia de Juan Martín de Pueyrredón. Admiraba a Napoleón y el brillo que daba al país natal, pero debía todo a España y jamás la traicionaría. Partió hacia Córdoba, junto a su familia. Tiempo más aquella fidelidad le costaría la vida, pero esa es ya otra historia.
*La autora es Historiadora.