La palabra “casta” fue la principal carta de triunfo de Javier Milei, en la medida que con ella supo brillantemente diferenciarse de toda la clase política argentina, culpable central (si no exclusiva) de los peores males de los argentinos,según casi todos los argentinos. El objetivo máximo del presidente al asumir, con sus ambiciones regias que nunca ocultó, fue que el país lo considerara como el único dirigente anticasta en lucha sagrada contra el resto de los políticos. Pero para eso, a fin de poder gobernar, debía convocar o sacar de la galera a políticos anticasta que lo acompañaran en su épica misión. Sin embargo no encontró ni uno que se diferenciase en nada del resto de la casta. Ni uno. En todo caso, los encontró peores, pero ninguno mejor. Bueno, entonces le quedaba otra opción un poco más restrictiva pero mucho más factible y racional: la de considerar casta solamente a los políticos corruptos y salvar al resto. Pero al poco tiempo, el presidente descubrió dos obstáculos para ello: primero, que entre los suyos también había corruptos que no estaba dispuesto a expulsar, y segundo y principal, que necesitaría de algunos corruptos de la vieja casta para cumplir ciertas tareas (como por ejemplo, que la Corte Suprema de Justicia se deje de molestar con sus ínfulas autonomistas). Por lo tanto, al rodearse de una nueva casta y al no poder prescindir enteramente de la vieja casta, eligió la única opción posible que le quedaba: como sus votantes lo consideraban a él y solo a él como el único anticasta, decidió que él y sólo él decidiría quiénes eran condenados a formar parte de la repudiada casta y quiénes eran indultados o no incorporados a tan colosal estigma. La lógica era simplísima: Quien está conmigo, dijo Milei, no es de la casta. Quien está contra mí (o incluso basta con que no esté conmigo) es pura casta.
Dos ejemplos clarísimos demuestran lo que estamos postulando: Daniel Scioli, uno de los miembros más promiscuos de la casta contra la cual Milei vino a combatir fue perdonado e invitado a ser funcionario del gobierno. Victoria Villarruel, la vicepresidenta que junto a Milei luchó con uñas y dientes contra la casta, fue incorporada a la casta por disentir en algunas cuestiones con el presidente. Al principio Milei la excusaba diciendo que “a diferencia de la casta, los liberales no somos manada y tenemos derecho a disentir y poseer pensamientos propios”, pero a medida que se le fueron complicando las cosas, cambió drásticamente de opinión y decidió que la única forma de no ser manada en el gobierno es obedeciendo en todo lo que ordena el presidente, o sea siendo manada.
Como solía decir el gran juez Carlos Fayt, las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados. Y hasta acá, en lo que va de la nota, solo hemos expresado un hecho: El hecho contundente de que en la Argentina el único hombre que hoy otorga el pasaporte donde se señala quién forma parte de la casta y quién no, es el presidente Javier Milei. Vayamos ahora a las opiniones.
Esta potestad de Milei, validada en gran medida por una sociedad que mayoritariamente le otorgó el permiso para que decidiera quién era casta y quién no dentro de la clase dirigente argentina, hizo que aconteciera a lo largo del año una inmensa reconfiguración del mapa político del país, sobre todo que los conflictos principales no se dieran “entre partidos” como es lo usual sino “intra partidos”, o sea dentro de los mismos, entre los que querían que la sociedad no los considere casta acercándose a Milei, y los que se mantuvieron en las posiciones anteriores rechazando el apodo de casta y criticando al gobierno por esa y tantas otras cosas.
Quien más sufrió ese dilema fue la UCR, que desde la caída de De la Rúa no gana para sustos, en realidad no gana nunca nada, salvo aceptando ser segundones del político de moda. Hoy están claramente divididos en tres: los radicales anti-Milei liderados por Martín Lousteau. quiénes en su furia antioficialista ya casi no se diferencian de los “castas” por excelencia: los kirchneristas. Los radicales dialoguistas liderados por los gobernadores radicales y el presidente del bloque de diputados nacionales, Rodrigo de Loredo, que quieren apoyar en todo lo que se pueda al gobierno de Milei e incluso imaginar alguna alianza futura, pero siempre y cuando se mantenga la individualidad radical y se puede criticar al oficialismo de ser necesario. Y los radicales “peluca” que anhelan una fusión del radicalismo con el mileismo, o incluso más, hacerse mileistas lisa y llanamente. O sea, de todo como en botica. Lo difícil de entender es cómo gente que piensa tan pero tan distinto pueden seguir estando juntos en un mismo partido. Aunque mucho, pero mucho más difícil de entender es que ese tradicional y honorable partido centenario, gestor de mil combates por la libertad y la democracia (Alem, Yrigoyen, Balbín, Illia, Alfonsín), tenga como presidente a un arribista recién llegado como Lousteau. Admito que, en mi interpretación personal, se trata del hecho político más absurdo de los últimos tiempos.
El dilema divisionista que aqueja malamente a los radicales, se transforma en un dilema hamletiano entre los macristas. Se la pasan todos los días diciendo y queriendo ser o no ser. Salvo uno, Horacio Rodríguez Larreta, a quien Milei le selló desde el inicio su pasaporte como miembro irredimible de la casta y no le queda más remedio, quizá incluso a su pesar, de ser opositor o morir. Pero los demás se debaten entre lo que les pide Mauricio Macri, de que mantengan la identidad partidaria aun aliándose con Milei, porque si no el libertario se los va a deglutir a todos, versus lo que les pide Patricia Bullrich de que acepten que Milei se los degluta a todos y pasen a ser militantes a tiempo completo de la LLA. Mejor cabeza gacha oficialista que cabeza erguida para ser guillotinada.
Con respecto a los peronistas no hay tantos problemas: el que quiere ser peluca bienvenido, y el que no, que se quede con Cristina. No caben demasiadas opciones intermedias. Los peronistas, como los mileistas, a diferencia de radicales y macristas, no se hacen demasiados dramas filosóficos. Pueden estar con una, con el otro, o con los dos a la vez.
No obstante, en el partido de gobierno hubo también intentos de diferenciación. Varias individualidades intentaron criticarle alguna que otra nimiedad al jefe máximo y terminaron fulminados por su rayo, la mayoría expulsados y algunos pocos perdonados a medias luego de arrastrarse en el fango de la humillación. El problema es la Vicky a la que el presi quisiera echar pero no puede hacerlo por su cargo institucional, pese a que ya le firmó el pasaporte de miembro plena de la casta. Y para que su ejemplo no cunda, es que ha adoptado lo que el mismo dio en llamar una “posición leninista” en su partido, por lo cual quien rechace en lo más mínimo el verticalismo absoluto hacia el líder es considerado de inmediato traidor y “pasaporteado” hacia la casta.
En síntesis, vaya con ánimo constructivo proponerle a Milei, si se anima, que a partir de su segundo año de gestión, además de aceptar la ley de Ficha Limpia, otorgue el pasaporte de casta a todos los corruptos, como prometió en su campaña, en vez de dividir entre corruptos propios y ajenos. Todavía está a tiempo.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar