En estos días, cuando tenemos mucho más tiempo para pensar, se nos plantea la relatividad de conceptos que creíamos muy claros. Fuimos educados en la cultura del esfuerzo y en la recompensa que esa dedicación traía aparejada. Para ello había una palabra que sigue contenida en nuestro léxico, pero que ha sido cuestionada en cuanto a su valor y aplicación en estos días: se trata de ‘merecer’, ‘mérito’ y todo el universo de significados que su mención despierta. En relación con ‘merecer’, el primer valor que apreciamos en el diccionario y que vivenciamos, es, precisamente y dicho de una persona, “hacerse digna de premio o de castigo”; por ello, nos enorgullece decir que estudiábamos y sacrificábamos cosas y entretenimientos superfluos porque sabíamos que, tras el esfuerzo, vendría algo mejor. No se conquistaban mejores horizontes si no era con denuedo, con valor, con tesón, cada uno en su actividad: el docente, el músico, el atleta, el médico, el abogado, el investigador, el artista, el empleado, el obrero, por nombrar algunas actividades y profesiones, entendían que las horas dedicadas sin límites temporales tendrían su recompensa. Y, entonces, nos explicamos que, en muchos casos, desde orígenes muy humildes, nuestros padres fueran artífices de mejores destinos para sus hijos porque lo hicieron luchando y, paulatinamente, conquistando metas soñadas. Y, muchas veces, ellos recibieron, tras años de esfuerzo sostenido, la “medalla al mérito”: ¿qué vínculo había entre ‘mérito’ y ‘merecer’? Ese sustantivo proviene del participio “meritus”, del verbo latino “merere” (“merecer”) y, por eso, se define como la acción o conducta que hace a una persona digna de premio o de alabanza, pero también, es el derecho a reconocimiento obtenido por alguien, en virtud de sus acciones o cualidades.
Y continuando con ‘merecer’, nos llama la atención que el diccionario académico considere “desusado” o inusitado para estos tiempos el valor de “conseguir o alcanzar algo que se intenta o desea lograr; hacer méritos, buenas obras, ser digno de premio”. ¿Por qué desusado? En aquel culto a los méritos, nadie se sentía frustrado cuando sus calificaciones eran bajas porque reflejaban poca dedicación; por el contrario, ¡qué orgullo poder llegar a una distinción como premio a las horas de trabajo o de estudio concentrados, mientras se dejaban de lado distracciones u otro tipo de tentaciones que alejaban del objetivo primordial: avanzar y progresar!
La lengua también da cuenta en su vocabulario de la importancia de los logros por la consagración al trabajo, al estudio, al servicio, a la investigación: a alguien se lo designa ‘emérito’, tras haberse jubilado, porque a lo largo de su vida activa fue proyectando su labor al resto de la comunidad y, entonces, aunque retirado y añoso, mantiene sus honores y algunas de sus funciones. El vocablo ya existía en la antigua Roma y se le aplicaba a un soldado que había cumplido su tiempo de servicio y disfrutaba la recompensa debida a sus méritos.
Otro reconocimiento de estos valores se da en el verbo ‘ameritar’ que significa tanto “merecer” como “dar méritos”. Y en la escala inversa, figura el sustantivo ‘demérito’, que queda definido como la “acción, circunstancia o cualidad por la cual se desmerece”.
El hombre común, que ha recibido en su formación una adecuada escala de valores, cree en la importancia del reconocimiento al mérito. Así, nos parece que sintetiza ese pensamiento, un proverbio que circula y que se atribuye a Francesco Petrarca: “Es más honorable obtener el trono que haber nacido en él. La fortuna otorga uno, el mérito, el otro”. Es muy claro el pensamiento aquí contenido: el que hereda el trono accede a él sin esfuerzo; en cambio, en general, el que lucha por llegar y, finalmente, lo logra es quien tiene el verdadero mérito y la íntima satisfacción porque puso lo mejor de sí para alcanzarlo.
En estos días, en que se ha cuestionado el estilo de vivir, ha surgido el vocablo ‘meritocracia’: ¿qué valor adquiere? Claro está el significado de la primera parte, que acabamos de ver; pero la palabra incorpora el elemento compositivo ‘-cracia’, de origen griego, con los valores de “fuerza, poder”. Entonces, definimos el término como un sistema que se fundamenta en los méritos, sobre todo los que se obtienen con esfuerzo, más allá del talento que cada uno pueda tener naturalmente. También la Academia ha incluido la definición como “sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”. Se vincula, por consiguiente, a la justicia que implica otorgar mejoras, no por privilegios, sino por conquista y lucha personal. Y no debe, en modo alguno, asociarse a bienes fortuitos o a riqueza, sino a esfuerzo voluntario por superarse y salir adelante.
¿Y qué se le opone? Hay un concepto, el nepotismo, palabra también de origen latino; en efecto, proviene de “nepos, nepotis”, que equivalía a “sobrino” y “descendiente”. Queda este vocablo definido como “desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos”. Y podemos, quizá, extender la definición con el agregado de “elección de los simpatizantes, amigos y correligionarios”.
Reivindiquemos, pues, el mérito y condenemos el nepotismo. En semanas previas, hemos dado protagonismo a los animales y su presencia en el idioma. Pues bien, en relación con el esfuerzo siempre se han exaltado la paciencia y laboriosidad del buey, la labor corporativa e incesante de las hormigas y abejas y la sagacidad y picardía de la zorra, la capacidad de “caer parados” de los gatos y la fidelidad de los perros. Pero hay un ser diminuto que no hemos nombrado y que no acumula méritos para ser querido: se trata del ‘zángano’. De él, leemos en el diccionario académico que sus caracteres se le atribuyen a quien es “una persona floja, desmañada y torpe o que se sustenta de lo ajeno”.
Invito a cada lector a asimilar los conceptos de ‘mérito’, ‘demérito’, ‘meritocracia’ y ‘nepotismo’ al animal que se adapte mejor a los caracteres dados.
*la autora es Profesora Consulta de la UNCuyo.