Quizás uno de los más grandes problemas que enfrenta el sistema educativo sea que las políticas que se implementan actúan sobre las consecuencias y no sobre las causas.
En los años 90, los docentes del nivel secundario comenzamos a advertir que recibíamos chicos que no sabían leer. Posiblemente el problema fuera de larga data, pero quizás la diferencia estaba en que aquellos chicos que terminaban la escuela primaria sin saber leer no continuaban su escolaridad en el nivel secundario.
Si bien, la escuela secundaria se volvió obligatoria en la primera década del siglo XXI, la demanda social por estudios secundarios en la provincia de Mendoza surgió en la última década del siglo XX. Los problemas detectados recientemente, en realidad, no son nuevos.
Según INECO, estadísticas a nivel mundial indican que el 10% de la población sufre de dislexia y un 7% sufre trastornos de desarrollo del lenguaje, es decir que, en principio, podríamos pensar que al menos una parte importante de todos los estudiantes que obtienen tan bajos desempeños en la escuela pueden tener esta condición, estos trastornos o alguna otra discapacidad que difícilmente las escuelas puedan detectar y, por ende, menos acompañar.
La sostenibilidad de las políticas públicas anida, por un lado, en el anclaje que estas tengan en las comunidades a las que supuestamente sirvan estas políticas y, por otro, en la medida que resuelvan los problemas estructurales que causan los inconvenientes que han conseguido entrar en la agenda de los gobiernos.
Asistimos con beneplácito al arsenal de acciones desplegadas en el sistema educativo de Mendoza orientadas a mejorar los procesos de alfabetización, pero actuar sobre las causas, y no sobre los efectos, implica necesariamente operar, al mismo tiempo, sobre la formación docente inicial.
La madre de todas las batallas se libra siempre en los institutos de formación docente. Es allí en donde los futuros docentes pueden (o no) cuestionar las propias experiencias de aprendizaje y adquirir conocimientos que los habiliten a transformar sus futuras prácticas docentes.
Posiblemente el hecho más trascendente de la actual gestión educativa se ha dado en el ámbito de la Educación Superior en Mendoza, al llevar a cabo el primer concurso para que los docentes accedan a las horas cátedra. Si bien no todos los que actuaron como jurados pasaron ellos mismos por concursos de oposición, es altamente auspicioso que la experiencia se haya llevado a cabo. Sin lugar a dudas, es el primer paso de los muchos que hay que dar todavía, para elevar la calidad de los institutos de formación docente.
Entre esos pasos que quedan, hay que repensar dispositivos académicos que permitan poner el tema de la alfabetización en la agenda de los institutos de formación superior (más allá de las experiencias particulares de algún instituto, como en el caso del 9-027, un ejemplo interesante, en el que el instituto, en conjunto con la supervisora de las escuelas de la zona, acompañan a los futuros docentes en las prácticas de alfabetización en las escuelas cercanas al instituto).
Si bien suena un tanto extraño puesto que la alfabetización debería ser el corazón de la formación docente inicial, lo cierto es que cabe preguntarse, entre otras cosas, cuánto es el tiempo de formación destinado a la alfabetización, qué experiencia tienen los docentes que enseñan a alfabetizar, qué formación académica, cuáles son los marcos teóricos que sustentan sus planificaciones, hacia dónde apuntan, qué acciones remediales o de acompañamiento, por ejemplo a estudiantes con dislexia o en aulas heterogéneas, enseñan tanto en el nivel primario como en el secundario.
Una política de alfabetización que no incluya a los futuros docentes es una política efímera. Los congresos, los cursos, la capacitación en servicio, dotar a las escuelas de kits no soluciona los problemas medulares del sistema educativo. Ejemplos abundan de kits (no solo de alfabetización) que duermen en estanterías una vez que los funcionarios concluyen su gestión, debido a que su uso no ancló en los esquemas cognitivos que subyacen a las prácticas docentes.
Y esos esquemas, inclusive la posibilidad de repensarlos, se instituyen en las aulas de los institutos superiores. La grandeza del sistema educativo argentino se gestó, con todas sus contradicciones y limitaciones, en las Escuelas Normales.
Algunos países tanto occidentales (Francia, por ejemplo), como orientales (Singapur), hacen del subsistema de educación superior, el motor que lidera los procesos de cambio del sistema en su totalidad.
De esta manera vinculan la inversión realizada en un nivel (el superior) como insumo para la mejora constante del resto de los subsistemas.
Se trata, como puede verse, de burocracias integradas en la que un componente se hace cargo de los resultados de los demás.
No esperamos a que los médicos se reciban para enseñarles a poner puntos o a ser médicos como los necesita el sistema de salud.
Pero sí parece que esperamos a que una persona obtenga su título docente (avalado por el estado) para recién entonces mostrarle cuál es la orientación que el estado quiere darle a la alfabetización (entre otros temas).
Dice un antiguo proverbio que una sociedad crece bien cuando las personas plantan árboles cuya sombra saben que nunca disfrutarán.
Los mendocinos podemos dar fe: disfrutamos de los árboles que generaciones anteriores plantaron pensando en los hijos de sus hijos.
Pero eso implica una planeación estratégica a largo plazo para que las acciones no se constituyan solo en placebos que no modifican sustancialmente las estructuras que originan los problemas.
Sin lugar a dudas, Mendoza requiere una política integral de alfabetización y eso implica, necesariamente, involucrar la formación docente inicial.
*La autora es profesora universitaria.