La identidad cultural de Mendoza ha sido motivo de polémicas. Por un lado, el fallo de mayoría del Supremo Tribunal de Justicia instituyó la elección de reinas de la vendimia como una práctica inherente del patrimonio cultural provincial y que, por tal, ningún cambio debe alterar el magma o tradición vigente desde 1936.
Esa visión compacta e inmóvil sobre la interpretación de las costumbres y prácticas sociales provincianas se manifestó de nuevo en las controversias y tomas de posición sobre la existencia de la identidad y cultura mapuche en tierras mendocinas.
Este último interpeló de manera particular a historiadores y cientistas sociales quienes aportaron información y fundamentaron diferentes puntos de vista sobre el conflicto en vista a precisar el carácter de verdad de la identificación mapuche de los pueblos originarios del sur provincial. Hubo quienes la desecharon de plano en base a la denominación o nomenclatura sedimentada en la literatura, documentos y en la cartografía que estudiamos en la escuela: puelches y pehuenches. Hubo otros que trajeron a colación los procesos de constitución de la identidad y cultura mapuche que tienen como base registros, prácticas y lenguajes no inscriptos en la memoria o narrativa estatal.
El debate está lejos de ser clausurado y seguramente animará más de una conversación o columnas de opinión. Pero más allá de los términos de la controversia, y de sus eventuales usos públicos, la polémica bien puede ubicarse en las coordenadas que arbitran las complejas relaciones entre memoria(s) e historia. Sobre todo, porque se trata de debates y reflexiones que han organizado la agenda de investigación social e histórica en la mayoría de los ámbitos académicos internacionales y de la Argentina, que pusieron en entredicho el peso de las narrativas nacionalistas y del método erudito-crítico, acuñado en el siglo XIX, que sirvió a la consolidación de los estados nacionales, las grandes civilizaciones y sus conquistas, y erigió a los historiadores en sus únicos intérpretes legítimos.
En rigor, la discusión sobre las formas de hacer historia y su relación con las ciencias sociales tiene una larga genealogía que por lo general no llega a las aulas. Tampoco suele estar presente en los museos históricos que exponen objetos y reliquias del pasado cuyano, ni en los monumentos que honran y glorifican a los fundadores de la nación destinados a activar el recuerdo de los hacedores de la patria entre las sucesivas generaciones de argentinos. En estos ámbitos el entredicho y la controversia están ausentes.
Ese vacío invita volver a preguntarnos por la historia y sus significados: qué es y para que sirve.
Este fue el interrogante que Marc Bloch respondió poco antes de ser fusilado por ser judío y haber resistido el gobierno de Vichy en 1944. En aquella oportunidad quien había transformado, junto a Lucien Febvre, el estatuto matricial de la historia positivista o erudita crítica escribió un conjunto de reflexiones sobre el oficio de historiar. En particular, subrayó que la Historia era una ciencia de lo singular que aspira a captar la complejidad de los fenómenos humanos en el tiempo que es continua y perpetua a la vez. Allí reside el dilema o desafío del historiador en tanto debe analizar los fenómenos del pasado en sus propios términos, evitando incurrir en extrapolaciones generadas por el tiempo presente que le toca vivir. Que la noción de tiempo continua y perpetua fuera objeto de reflexión no era un tema fortuito en tanto los grandes acontecimientos del siglo XX (las guerras mundiales, la crisis económica de 1929/30, la irrupción de los totalitarismos europeos y los golpes cívico-militares en América Latina), habían puesto en jaque la noción y confianza en el “progreso”. Frente a esta radical mutación, la noción de temporalidad no permaneció intacta, por lo que la visión unidireccional entre pasado-presente-futuro se quebró casi por completo.
Otro conocido intelectual francés, Paul Valéry, adujo que al tiempo dominado por las certezas le había seguido una era de “suspenso de lo incierto”. En un registro semejante, y ante las tragedias padecidas, Ítalo Calvino escribió “la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos”.
En las sociedades y culturas contemporáneas, el problema del tiempo adquirió un nuevo giro. Ya no se trata solo de la fractura del continuum pasado-presente-futuro del que disfrutaron nuestros abuelos o nuestros padres. Se trata de un cambio más profundo. Vivimos un nuevo “régimen de historicidad” en el que la “crisis de futuro” instala un clima “presentista permanente”. Esta atmósfera ha incitado la explosión memorial, es decir, la eclosión de memorias sociales, la mayoría de las veces yuxtapuestas o rivales que refutan la unívoca memoria pública o estatal, que en la práctica es sinónimo de historia oficial. Como ha señalado Fernando Devoto, dichos fenómenos socioculturales no sólo priorizan el papel del testigo en detrimento del testimonio. También ponen de relieve la incidencia de discursos cruzados muchas veces conflictivos, discursos producidos por actores con capacidades y poder de intervención pública diferentes, aunque animados por algún tipo de convicción o certeza para cuestionar el canon dominante y construir una memoria común (Ayer 2011:231-262).
Un momento o contexto que es global, y de ningún modo argentino ni mendocino, hace comprensibles procesos de identificación individuales y colectivos que incluye el interés por los orígenes, la filiación con los ancestros y la reinvención de la identidad. Allí reposa el nudo gordiano de los procesos de patrimonialización sociales y culturales que en todas partes ha dado lugar a la construcción de memorias sociales no inscriptas en el relato oficial.
Es este registro – según mi punto de vista- el que prevalece en la narrativa de quienes reivindican la identidad y cultura mapuche como propia, despojada de su exclusiva adscripción chilena y en relación con la tradición puelche y pehuenche.
Lo hacen en función de registros, hilos o huellas que incluyen la toponimia, el lenguaje y la evidencia ofrecida por los especialistas sobre los contactos e interrelaciones de cooperación y conflicto entre las parcialidades indígenas, que estructuraron y resistieron la progresiva ocupación de los territorios que habitaban, primero por parte del conquistador español y más tarde, en el siglo XIX, por el poder estatal nacional y provincial.
* La autora es historiadora del CONICET y de la UNCuyo.