Max Weber y el liderazgo político democrático

Los líderes que imaginó Weber para Alemania a principios del siglo XX suponían la existencia de un Estado sólidamente constituido, con una burocracia profesional eficiente. Líderes que recién aparecieron luego de la segunda guerra, de Adenauer a Merkel.

Max Weber y el liderazgo político democrático
En nuestro país carecemos de Estado de derecho, nuestros líderes carismáticos de masas circulan por el carril del populismo.

En las primeras décadas del siglo XX era común preguntarse si las decisiones de las mayorías electorales coincidían con la razonabilidad. La democratización de la política y la acelerada incorporación de votantes generaban por entonces muchas más dudas que certezas. Las dudas se redujeron con el esplendor de la democracia liberal en la “treintena feliz” posterior a 1945, pero reaparecieron más recientemente, con toda dramaticidad, en relación con los variopintos populismos.

Entre los pocos optimistas de principios del siglo XX sobresale el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920). Era un liberal, poco afín con la democracia pero capaz de percibir las posibilidades que ofrecían las “masas democráticas” -cuya presencia sabía irreversible- para conformar un gobierno legítimo y eficaz.

Sus razones, que hoy ayudan a entender nuestras dudas y esperanzas, tienen mucho que ver con la singularidad de la Alemania de entonces. El Imperio tenía una constitución singular, diseñada por Bismarck, el gran político que lo fundó y lo gobernó hasta 1890.

En la cúspide, un emperador y un Canciller, dueños de las decisiones. En la base, un parlamento -el Reichstag- electo por sufragio universal masculino, cuidadosamente alejado de cualquier responsabilidad de gobierno.

Entre el Canciller y el Reichstag existía una burocracia, profesional y competente. Cuando en la cúspide no había una mano política eficaz, la burocracia tendía a hacerse cargo de las decisiones gubernamentales. Esto fue lo que ocurrió desde 1890, cuando se retiró Bismarck.

Para muchos alemanes nacionalistas y autoritarios, con esta constitución Alemania había encontrado su camino original, su “Sonderweg”. Y lo había hecho al margen del detestado parlamentarismo liberal, donde todos hablan y nadie decide, un argumento que posteriormente esgrimirá Hitler.

Contra esa opinión, Weber escribió en 1917 una serie de artículos periodísticos proponiendo el establecimiento de un régimen parlamentario, con un gobierno encabezado por el primer ministro. Por entonces, cuando nadie imaginaba una derrota alemana en la Gran Guerra, Weber temía las consecuencias de una victoria que fortaleciera el nacionalismo autoritario.

Su crítica no pasaba, sorprendentemente, por el autoritarismo imperial sino por la carencia de decisiones políticas. En Alemania no había políticos que gobernaran y las resoluciones eran tomadas por una burocracia, civil y militar, eficaz para ejecutar órdenes pero ignorante de lo central en la política: fijar rumbos, generar apoyos, tomar decisiones y asumir responsabilidades. Tampoco había políticos formados, pues aunque había elecciones competitivas y grandes partidos, de ellos no salían dirigentes formados para dirigir el Estado.

Allí reside, para Weber, el gran mérito del parlamentarismo a la inglesa. En las comisiones parlamentarias los políticos acumulan experiencia en la política y en la gestión. Pero además, la vida parlamentaria, cuando está en juego el poder, implica una fuerte competencia, una lucha descarnada y una selección gradual de los más aptos o los más fuertes, los más capaces de tomar decisiones, con aptitudes de líder y sentido de la responsabilidad.

Aquí entran a jugar las “masas democráticas”. Weber no predica la “soberanía del pueblo”, más allá de su indispensable aporte a la legitimidad. Pero encuentra algo útil en su irreversible presencia: un nuevo desafío para el político que aspira a ser líder. También debe ganarse su voto, a veces con técnicas que algunos llaman demagógicas, pero que a Weber le parecen indispensables para formar a este César moderno: el “líder carismático de masas”.

Solo un líder que ha pasado esas pruebas puede inyectar el vital elemento político en la máquina burocrática, eficaz pero rutinaria, y reanimar su “espíritu coagulado”. Solo un líder así formado puede combinar de modo equilibrado las indispensables convicciones que alimentan y dan sentido a su lucha por el poder con la responsabilidad necesaria para tomar decisiones mesuradas y posibles.

La historia sigue caminos imprevistos. La República parlamentaria se estableció en 1918, pero no llegaron a formarse los líderes democráticos capaces de conducirla en la difícil posguerra. Fracasó y la remplazó el régimen nazi. Tras su derrumbe, emergieron éstos políticos imaginados por Weber, de Adenauer a Merkel.

Todo esto nos dice algo sobre la Argentina, donde carecemos de los líderes democráticos que supimos tener. Algo, pero no mucho. Los líderes de Weber suponían la existencia de un Estado sólidamente constituido, afirmado en el Estado de derecho y con una burocracia profesional eficiente. En nuestro país -donde las convicciones democráticas básicas están firmemente establecidas- carecemos de Estado de derecho y de burocracia estatal, y nuestros líderes carismáticos de masas circulan habitualmente por el carril del populismo.

*El autor es Historiador

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