Malentendido

Hoy les ofrecemos un cuento escrito en estos tiempos de pandemia por un ingeniero mendocino radicado en Canadá, lector asiduo de este diario.

Malentendido
Imagen ilustrativa.

No le gustaba bajar al sótano. Era un espacio enorme en forma de « L ». Al comprar esa casa, 30 años antes, pensó en construir ahí muchas cosas, un dormitorio para huéspedes, una sala de juegos, un microcine . . . había espacio para eso y más, pero al cabo sólo había construído un falso muro que definía un pequeño espacio en el que instaló la lavadora y la secadora de ropa que estaban antes en el baño de visitas, en la planta baja.

La discreción era un valor importante para él y le parecía de mal gusto que esos elementos que pertenecían a la intimidad del hogar quedaran a la vista de los visitantes.

Sólo bajaba una vez a la semana, siempre por la escalera del garage. Girando a la derecha llegaba inmeditamente a ese sucucho en el que lavaba y secaba su ropa y dos veces al año para el cambio estacional de cubiertas. Estaban guardadas en el mismo sitio, apenas un metro más allá.

Su esposa tampoco frecuentaba el subsuelo. Tenía la misma rutina de lavar y secar y además visitaba la pequeña sala que llamaban « la chambre froide » y que funcionaba como almacén y bodega. Usaba para ello la otra escalera, la de la sala, que daba justo enfrente. También visitaba según necesidad el placard donde guardaban la ropa de estación, girando a la derecha al pie de esa escalera.

Los casi 15 m hacia el otro lado, entre una entrada y otra, eran ocupados por los trastos que los años habían ido acumulando y no eran transitados por nadie, « tal vez por algunas ratas » especulaba él, aunque nunca las había visto ni oído.

A los cincuenta años, cuando compraron esa casa, se mantenía bastante atlético, pero ahora su cuerpo se había vuelto torpe y muy pesado. Mantenía vagamente, sin embargo, la ilusión de concretar su proyecto de subsuelo. « Sólo me faltan tres cosas », decía, « la voluntad, el tiempo y el dinero. En cualquier momento me pongo a esa tarea ».

Usó la escalera de la sala. Tenía que llegar al tablero general de electricidad y accionar una termomagnética, posiblemente reemplazarla. Recordaba que estaba en la pared del fondo, aunque no su ubicación exacta.

No encendió la luz, a esa hora de la mañana, aunque la escalera estaba en semipenumbra, el sótano se iluminaba por la luz natural que ingresaba por los pequeños pero abundantes ventanucos tragaluz.

No supo con qué tropezó. La caída fue, seguramente, muy breve pero la vivió con gran lucidez lo que le hizo percibirla como en cámara lenta. Su temperamento positivo le hizo creer que no iba a perder la vertical.

Buscó acomodar sus torpes pies, buscó de qué aferrarse con sus manos cansadas, miró, finalmente, dónde caer para minimizar el daño y pudo ver con toda claridad el trozo de hierro.

Su reflejo de « Ingeniero Constructor », como solía definirse, identificó un perfil ángulo de media pulgada. Estaba cortado a 45 grados para formar la esquina de una estructura de la que había sido parte alguna vez, iba a ser, más bien, puesto que no percibió restos de soldadura. Era una verdadera punta de flecha.

Le ingresó por el lado derecho, por el hígado, y supo que asomó más de 20 cm por su espalda, aunque no pudo verlo.

El dolor fue breve y terribe, muy agudo.

Se golpeó el rostro, no supo con qué, y pudo percibir la sangre que manaba de su ojo izquierdo, del « arco superciliar », le dictó automáticamente su aficción al box.

Buscó apoyo para sus manos y trabajosamente, sufriendo un martirio, logró girar y sentarse en el suelo. Su primer intento de incorporarse hizo que el hierro tocara la pared a su espalda y se moviera bruscamente. El dolor lo dejó mudo, lo paralizó, y un horrible temblor sacudió sus piernas.

Sudó copiosamente.

Necesitaba ayuda. Su teléfono celular estaba en carga en el dormitorio, hacía tiempo que habían eliminado el teléfono fijo. Tenía pues que subir 13 escalones hasta la planta baja y luego 14 hasta el primer piso.

Tal vez sería mejor salir a la calle y pedir ayuda a un transeúnte aunque en ese barrio tranquilo podían pasar horas sin que se viera uno. La calle no tenía salida por lo que sólo era transitada por los vecinos, todos gente de mucha edad, como él.

Lo intentó dos o tres veces más. No podía creer que no fuera capaz de ponerse de pie pero hubo de rendirse a la evidencia. No podía.

Su esposa iba a volver a mediodía. « Oiré el portón al abrirse y cuando baje del auto la llamaré con todas mis fuerzas », se ilusionó.

Esperó, no supo cuánto tiempo. La sangre de la herida del vientre formó un charco, sentía frío.

Notó que se debilitaba, que bajaba su temperatura corporal y que su respiración se hacía lenta y dificultosa.

Quiso dejar testimonio de su drama. Repitió mentalmente una de sus frases de cabecera « siempre tengo en el bolsillo de mi camisa una libretita y un lápiz, excepto cuando los necesito ».

Mojó el índice en su propia sangre e intentó escribir en la pared. Consciente de su debilidad extrema y de la inminencia del final, pensó dejar su mensaje en una sola palabra pero no llegó a escribir más que tres letras : ACC . . .

Hallaron el cuerpo tres días después. En su teléfono había 14 llamadas perdidas, promociones e intentos de fraude. Ningún amigo, ningún pariente, ningún cliente lo había llamado.

Nadie entendió su mensaje póstumo. Alguno especuló que eran las iniciales de una amante.

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