El hecho de encontrarnos sumidos en el horror de una pandemia y con un nivel de pobreza sin precedentes, no parecieran constituir un obstáculo para despertarle la vergüenza a algunos personajes que, sin sonrojarse ni un poquito no les brota otra idea que salir a “debatir” (es una forma de decir) sobre el lenguaje inclusivo.
La propuesta del diputado Gustavo Cairo, basada en la “prohibición” del uso del lenguaje inclusivo en documentos oficiales y en las escuelas de Mendoza, resultaría graciosa si no fuera tan patética. Pertinentemente el legislador está preocupado por lo que sucede en nuestras aulas. Como llevo 33 años trabajando en ellas, se lo agradezco. Busqué entonces en las redes la forma en que el diputado manifestó su indignación cuando hace unos años se cerró el Ministerio de Educación, o se redujo el presupuesto educativo, o se desfinanció al Conicet o se impuso el ítem Aula. Lo que me encontré fueron fotos de este señor posando orgulloso y sonriente junto a Patricia Bullrich.
A riesgo de ser obvio diré que al diputado no le interesa en lo más mínimo ni el lenguaje inclusivo ni la educación. Su interés solo pasa por ahondar la grieta nacional porque gracias a eso, prosperan muchas carreras políticas, muchos negocios, muchos intereses.
“Prohibir” es un verbo muy seductor para algunos sectores sociales, sobre todo los que son representados por Cairo. “Podrán cortar una flor, pero no detendrán la primavera”, escribían en las paredes de París los estudiantes de 1968. El fenómeno del lenguaje inclusivo, no es mendocino, ni siquiera argentino. El mundo es el escenario donde hoy ha irrumpido esta marea. Y me gustaría decir que no se trata de un mero hecho lingüístico: se trata de un fenómeno social, político. Y sospecho que eso molesta mucho más que decir “todes”.
Antes de comenzar prohibiendo, un buen debate podría comenzar en el hecho de que si existe un “lenguaje inclusivo” es porque durante siglos ha existido “un lenguaje exclusivo”. Es decir, un sistema social que ha ocultado y que ha invisibilizado lo que quienes detentaban el poder, decidían qué era lo indeseable, qué era lo que había que tapar. Y esto (ya nos lo enseñó George Orwell) es lo que deberíamos tener en cuenta a la hora de debatir: el Poder antes que actuar sobre los cuerpos, actúa sobre el lenguaje. El Amo escribe el diccionario.
Cuando los romanos fueron conquistando Europa (o siglos después los españoles América), llevaban las tropas, claro, pero les resultaban insuficientes. Debían llevar también el lenguaje. Con el tiempo fueron surgiendo las llamadas lenguas romances, entre ellas la nuestra. Si a algún diputado purista de Roma se le hubiera ocurrido prohibir que los pueblos conquistados deformaran el latín original, seguramente hubiera sido blanco de burlas de parte de los hablantes.
Puede gustarnos o no, podemos usarlo o no, pero prohibirles a los demás su uso resulta poco menos que descabellado. El lenguaje es un fenómeno tan vivo, tan inconcluso que ninguna Academia (por más Real que sea), tiene jurisdicción sobre él. Que el lenguaje es de los hablantes es un axioma que comprendemos cabalmente cuando escuchamos con atención a nuestros hijos. Tal vez, ese sea el problema para mucha gente: escuchar a los pibes.
La historia nos cuenta que la irrupción del lunfardo en nuestra cultura también contó con sus “burócratas prohibidores”. Afortunadamente la vida los pasó por arriba porque de no haber sido así Gardel cantaría “Cuesta abajo” en lenguaje cervantino.
*El autor docente y escritor.