Las tardes de primavera me parecen insuperables desde que tenía seis años, cuando podía salir a jugar con ropa más cómoda que la de abrigo; o en la adolescencia, cuando los picnics, las risas y los amigos ocupaban toda la escena. El top five de mis favoritos que florecen en septiembre: el amor, la amistad, el aire casi tibio que me acaricia la cara y que derrama el perfume de las flores que inundan el ambiente. La luz dorada, rasante del atardecer, esa con la que la realidad es más apacible, más cercana a la perfección, al mundo en calma en el que me gusta vivir. Todo eso, con la infaltable compañía de la música, que siempre me acompaña y ayuda a sobrellevar los peores días.
De niña decidir qué ropa quería vestir era una negociación permanente con mi madre, que tiene -y siempre tuvo- ideas muy claras sobre qué es conveniente, de acuerdo a la temperatura y a la situación; que se suman a una vocación férrea en la combinación adecuada de colores y telas. La peor batalla, que perdí infinidad de veces, se daba por el uso de remeras con estampas; porque claro, ella prefería las lisas. Sólo tuve una con el personaje de uno de los dibujos animados populares de la época. Era el símbolo perfecto de la felicidad, y la usé hasta su desintegración.
Terminábamos los deberes y queríamos salir a patinar a la vereda, o a jugar carreras con palitos en el agua de las acequias. Sabíamos que la primavera estaba cerca porque quedaba habilitado el uso de las mangas cortas. El otro indicador indiscutido de la llegada de la estación de las flores era la reapertura de las heladerías, que en invierno tenían sus puertas cerradas. Se activaban entonces los pedidos de billetes marrones y verdes, necesarios para incursionar en alguna de las tiendas de cremas heladas que frecuentábamos. Comprábamos barquillos e intentábamos -desesperadamente- conseguir hielo seco. Disfrutábamos especialmente con esa niebla que se produce al sumergirlo en agua, un experimento que nos hipnotizaba hasta que se evaporaba la última gota.
Mi abuela paterna amaba la canela y el marrón glacé de Soppelsa. Sentarme con ella en la vereda de la esquina de las vías del tren, pedir el helado y las lenguas de gato, me gustaba casi tanto como ir juntas al cine. Cuando el dueño de la heladería circulaba por las mesas ella lo llamaba, ponderaba sus productos y le recordaba alguna anécdota que los acercaba en el tiempo. Su favorita, cuando en su casa de la infancia, en El Sauce, él repartía sus extraordinarias cremas heladas en un carro.
De ella heredé la forma y el color de sus ojos, sus rulos indomables -la vi durante horas librar batallas desiguales, perdidas antes de empezar, para conseguir la perfección de su peinado-. No me legó algunas de las cualidades que la definían y que quisiera cultivar: su paciencia, su suavidad en el trato con todas las personas; un optimismo y alegría eternos.
En la secundaria el inicio de la primavera era sinónimo de alegría interminable, esa semana fue y será para siempre ‘la mejor del año’, la más esperada. El lazo indestructible de la amistad se consolidaba todavía más esos días, porque pasábamos cada segundo juntos, riéndonos, bailando, cantando. No había nada que pudiese arruinar esa sensación de invencibilidad. En mi Escuela, que nos identificaba como huarpes o pehuenches, teníamos tradiciones y costumbres muy arraigadas, rituales que repetíamos con orgullo y con los que afianzábamos un sentido de pertenencia que nos hermana incluso décadas después de haber abandonado ese refugio.
Cada uno de los días de la mejor semana del año incluían actividades que crecían en intensidad; música en los recreos, decoración de cursos, sketches, bandas en vivo, elección de representantes de belleza, una fiesta nocturna en el patio del Colegio -más baile y música fuerte, fuerte, cada vez más fuerte-. Y el clímax, infaltable con calor, frío, zonda, lluvia o nieve: el pícnic en la Escuela Pouget.
En tiempos de la Facultad la felicidad, una vez más, sonaba a guitarras eléctricas, a baterías. Se vivía frente a los escenarios de recitales gratuitos al aire libre, con amigos nuevos. Hubo uno inolvidable, en la Plaza Independencia, el 21 de septiembre de 1992, cuando Fito Páez presentó “El amor después del amor”. Por muchas razones la felicidad post recital ese año me acompañó por meses: fue una noche perfecta, con la compañía ideal. Tal vez porque estaba enamorada, porque ese es uno de los discos más escuchados de la historia del rock nacional, o porque está plagado de referencias cinematográficas que me encantan. Esa primavera, todas las mañanas, me desperté con la alegría cosida a mis pies y desayuné con esas catorce canciones a todo volumen.
Mis primaveras hoy tienen los colores y el perfume de los limones maduros y los azahares que invaden los ambientes cuando el día se resiste a partir. El limonero llegó a mi casa como un regalo, en una maceta mediana, y tímidamente fue ganando espacio hasta que se consiguió un trasplante al jardín.
No hay mejor lugar para leer que bajo su sombra, cuando sus ramas y sus hojas me arrullan. Ordena mis días. Sé que viene el frío porque los limoncitos verdes empiezan a transformar su color, y anticipo la llegada de la primavera cuando decoran el pasto como una alfombra amarilla.
Sus frutos son una ofrenda de amistad, una de las maneras en las que expreso el cariño a las personas queridas. Una bolsita con esas esferas doradas de cáscara fragrante son el emoji de carita rodeada de tres corazones; equivale a un “te quiero”. Cada mañana cuando salgo de la casa, y en las tardes en el regreso, el árbol me recuerda la jerarquía que guía mi vida en esta etapa. Los afectos, mi familia, mis amigos: primero.
* tinafunes@gmail.com @FunesMartina