El año pasado, numerosos analistas observaron que la elección presidencial enfrentaba dos modos de entender la economía.
Juntos por el Cambio apostaba por la apertura y la liberalidad como anzuelo para las inversiones, al mismo tiempo que prometía reducir la inflación conteniendo el gasto fiscal.
El Frente de Todos, en cambio, prometía inyectar dinero en los bolsillos para fomentar el consumo, entendido como el motor de la economía, y anunciaba el fin del ajuste y el retorno del proteccionismo.
A muchos actores de la economía, la primera opción les resultaba más conveniente.
Pero la continuidad de Mauricio Macri despertaba desconfianza: su capital político se había diluido ante los costosos consensos que estableció con los gobernadores y los sindicatos peronistas; y el cierre de los mercados internacionales de crédito significó que nadie estaba dispuesto a financiar la gradualidad del ajuste y que las inversiones no llegarían en el corto plazo.
Ante el inevitable triunfo del Frente de Todos, se construyó una paradoja: el país necesitaba que Alberto Fernández adoptara el plan económico del adversario.
El economista Guillermo Calvo fue quien mejor lo expresó: era indispensable un gobierno peronista para imponer un ajuste con apoyo popular; un gobierno al que, aunque le gustaran las consignas de izquierda, tomara medidas ortodoxas.
Desde que asumió, Alberto Fernández se ha excusado de múltiples maneras para no presentarle a la sociedad su plan económico.
Pero, más allá de sus dichos, están los hechos, que marcan el retorno del programa más clásico del peronismo, basado en el control de todas las variables económicas.
Son medidas que se toman, supuestamente, para favorecer a quienes menos tienen.
Pero, en realidad, como asfixian la economía, hacen que los sectores más vulnerables tengan menos opciones, al mismo tiempo que los sectores acomodados se garantizan algunos de sus insumos a bajo costo.
La reciente intervención del Estado en el mercado de las telecomunicaciones es un buen ejemplo.
Ya no habrá competencia de precios, calidades y beneficios entre las operadoras, sino que todas tendrán tarifas reguladas por el Estado.
Quienes menos ganan podrán acceder a un servicio básico; pero a quienes cuentan con ingresos altos les generará un excedente de dinero.
Ahora el Estado ya controla el campo laboral, con la doble indemnización por despidos; el supermercado, con los precios máximos; los alquileres, con las nuevas cláusulas, presuntamente a favor del inquilino; las tarifas de servicios públicos y las cuotas en UVA de los créditos hipotecarios, con sus congelamientos.
Finalmente, el caso Vicentin y la frustrada propuesta de Fernanda Vallejos demuestran su disposición a aprovechar ciertas oportunidades para intervenir en las empresas privadas.
En síntesis, si no es bueno que el Estado deje todo librado a la invisible mano del mercado, resulta peor que el principio rector de la economía sea un intervencionismo excesivo.
Sólo hace falta revisar la larga y complicada historia de nuestro país para darse cuenta.