Tengo tres novelas de ciencia-ficción protagonizadas por Bruna Husky, un clon humano que vive en Madrid en el año 2109. Perdón por la autocita, pero viene al caso. El planeta de Bruna está dividido en zonas de mayor o menor limpieza ambiental; para residir en los lugares más limpios hay que pagar un impuesto, de modo que los pobres se agolpan en los sitios más contaminados. En los 10 años que llevo publicando estos libros, muchos periodistas y lectores se han sorprendido de que haya un mundo en el que se pague por el aire. Pero a mí lo que me asombra una y otra vez es su sorpresa, porque resulta que ya habitamos en un planeta así.
De hecho, los países más pobres soportan un nivel de contaminación inhumano. Varios estudios han demostrado que las huellas de la basura tecnológica pueden acabar en la sangre de los habitantes de África. En Acra, capital de Ghana, hay un barrio llamado Agbogbloshie que es el cementerio electrónico más grande del mundo y que se nutre de residuos ilegales que les mandamos desde Estados Unidos, Europa y China. En ese infierno trabajan muchos niños, envenenándose con metales pesados y sustancias químicas tóxicas. No me digan que eso no es exactamente lo mismo que se cuenta en mis novelas.
Y esta discriminación no sucede sólo entre países del mal llamado Primer y Tercer Mundo. Hace un par de años, Gabriela Cañas, hoy presidenta de la agencia Efe, contaba en un estupendo artículo en EL PAÍS que una de las razones de peso para construir viviendas de lujo era la calidad del aire, y daba, entre otros, los ejemplos de Madrid y París. En Madrid esa calidad es mayor en el norte por los vientos de la sierra, y por eso el sur, más contaminado, está más poblado y es de rentas más bajas; en París el eje es este-oeste; el oeste recibe los vientos del Canal de la Mancha, es más limpio y más rico, y el este es la zona pobre. Y luego, claro, todo va empeorando: el aire es el principio, pero después hay un mayor hacinamiento, un urbanismo nefasto, industrias que se instalan en esos barrios porque son más baratos. La diferencia en contaminación no hace sino aumentar.
Esto ha sucedido siempre. Los ricos construían sus casas en tierras más elevadas, menos pobladas, más alejadas de las marismas, para huir de las diversas enfermedades y pestes. Aun antes de saber que el paludismo lo transmitía un mosquito o de conocer la existencia de los microbios, la simple observación de la realidad les enseñaba que había lugares más sanos y más insanos, y el Poder siempre escoge lo mejor. Por eso desde el siglo XVII hasta el XIX se creyó en los miasmas, que eran unas supuestas emanaciones fétidas y tóxicas procedentes de tierras y aguas impuras y también de la fermentación de la sangre, una teoría que intentaba explicar por qué los barrios abarrotados, sucios y miserables sufrían tantas epidemias.
Escribo todo esto al día siguiente de que Ayuso declare ese para mí inútil semiconfinamiento de las 37 zonas de Madrid (ya saben que mi artículo tarda dos semanas en publicarse). Supongo que para cuando salga este texto habrá habido un clamor ante una medida que suena discriminatoria y poco pensada. Ya lo dijo el tuitero @dePlaymobil con acérrimo tino: “Resumen de las restricciones: los de barrios humildes no pueden ir a otras zonas a tomarse una caña, pero sí a servirla”. El hecho se justifica en que en esas 37 zonas vive un 13% de los madrileños, pero acumulan casi un 24% de contagios. Y a mí estas cifras tan altas me escandalizan aún más que la torpeza de las medidas. Quiero decir que pasan los siglos, pero seguimos con los mismos miasmas en las zonas pobres. Lo más preocupante es nuestra costumbre en la mirada y cómo hemos integrado unos valores sociales claramente injustos. Eso hace que demasiada gente sea incapaz de advertir que el pago por el aire de las novelas de Husky es una realidad. Tendemos a creer que ser más pobre es, por ejemplo, no poder comprarte un coche o ir a la universidad. Pero no. Es muchísimo más. Es peor desarrollo intelectual, peor rendimiento escolar, años menos de vida. Es la salud más básica. Por eso la sanidad es, junto con la educación, la mejor arma para acabar con la discriminación social. Y aquí, ya ven, nos hemos dedicado a desmantelarla. —eps
©ROSA MONTERO./ EDICIONES EL PAÍS S.L 2020