Fue uno de esos acontecimientos excepcionales que devuelven esperanzas al mundo. Como la caída del Muro de Berlín y el final del apartheid en Sudáfrica, los acuerdos de paz palestino-israelíes que se habían negociado secretamente en Oslo dieron una bocanada de optimismo al orbe.
Yitzhak Rabin había sido el estratega de la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días, y también fue el arquitecto de una paz que completaría la aplicación de la resolución de la ONU de 1947, al impulsar la creación del Estado árabe que había quedado pendiente.
Con Yasser Arafat y la mediación de Bill Clinton, aquellos acuerdos le dieron una sonrisa esperanzadora al mundo. Pero desde el comienzo tuvieron enemigos empeñados en destruirlos.
Decir que en el lado palestino el enemigo fue Hamas y en el lado israelí los enemigos fueron Benjamín Netanyahu y algunos partidos del fundamentalismo hebraico, no implica equipararlos sino describirlos.
Tanto el ala dura del Likud, alejada del camino que inauguró Menajem Beguin al firmar la paz con Anuar el Sadat devolviendo a Egipto la Península del Sinaí, como los partidos ultra-religiosos que proclaman el Eretz Israel (Israel Bíblico) incluyendo Samaria y Judea (la actual Cisjordania), fueron abierta y públicamente enemigos de los acuerdos negociados por Rabin y Shimon Peres con Arafat y la cúpula de la OLP.
También lo fue Hamás. Esa organización terrorista del ultra-islamismo se incubó en una entidad religiosa de socorros mutuos. Una suerte de versión musulmana de Cáritas, que había sido creada por Ahmed Yassín, un discípulo gazatí de Hassan al Banna, el egipcio que en 1928 fundó la Hermandad Musulmana.
Cuando en el ´87 estalló la primera intifada, esa organización caritativa se convirtió en Hamas, creó su brazo armado, la milicia Ezzedim al Qassem, y proclamó la yihad (guerra santa) contra dos enemigos: el Estado judío y la OLP.
Hamas se proponía la desaparición de Israel y la creación de una teocracia, por lo cual combatió a la OLP y su proyecto de Estado laico, siguiendo el modelo secular nasserista.
Hamas atacó desde el inicio los acuerdos de Oslo, porque imponían a sus dos enemigos en el territorio donde quería crear una teocracia islámica: el Estado judío y el Estado secular palestino.
Hubo un momento en que flexibilizó su postura. Por eso participó en las elecciones legislativas del 2006, venciendo a Al Fatah, el partido de Arafat y de su sucesor al frente de la ANP, Mahmoud Abbas.
Pero al año siguiente sacó los pies del plato, expulsando a Al Fatah y la ANP de la Franja de Gaza. Lo hizo matando a muchos dirigentes de la OLP y a muchos funcionarios de la ANP. Los arrojaban desde edificios, ante los ojos de los gazatíes, un pueblo que desde entonces quedó a merced del poder totalitario de Hamás, cuya principal arma contra Israel no son los misiles que arroja sobre blancos civiles, sino las muertes de los gazatíes y la destrucción de sus hogares, hospitales y escuelas en cada respuesta de Israel.
Esas respuestas devastadoras no la debilitan, aunque mueran muchos miembros de su dirigencia. Al contrario, alimentan el odio con que Hamas amasa el estigma sobre el Estado judío.
Los ataques terroristas, incluido el pogromo sanguinario del sábado negro, son acciones tácticas. Lo estratégico ocurre a nivel Oriente Medio y en la dimensión de la opinión pública mundial.
Del lado israelí, el enemigo de los acuerdos de paz es Netanyahu y sus socios fundamentalistas en el actual gobierno extremista de Israel.
En los 90, sus discursos acusando a Rabin de traidor movilizaron manifestaciones extremistas con pancartas mostrando fotomontajes del rostro del primer ministro laborista portando la kefiá de Arafat sobre la cabeza. Y deliberadamente o no, acabaron instigando el asesinato de Rabin.
No terminó ahí el accionar de Netanyahu contra los acuerdos de Oslo. Cuando llegó al poder, se empeñó en congelar las negociaciones, humillar a Mahmoud Abbas y promover los asentamientos de colonos en Cisjordania.
Después del intervalo centrista que encabezó el moderado Yair Lapid, el líder conservador volvió a atrincherarse en el poder para evitar juicios por corrupción, esta vez al precio de armar una coalición con los partidos ultra-religiosos que promueven el expansionismo y el reemplazo de la democracia israelí por una suerte de teocracia talmúdica.
Este gobierno extremista de Netanyahu multiplicó los asentamientos de colonos, con el objetivo de que Cisjordania se convierta en un territorio inviable para un Estado palestino.
Cuando esta guerra termine, el mejor escenario posible sería aquel en el que Hamas ya no exista y en el que Netanyahu y sus socios extremistas abandonen el gobierno de Israel.
Sólo sin esos enemigos podrá resucitar el imprescindible acuerdo de paz nacido en Oslo.
* El autor es politólogo y periodista.