Una de las pocas coincidencias que le van quedando a Alberto Fernández y Cristina Kirchner -además de ser corresponsables plenos de este gobierno nacional horrible- es la defensa a ultranza que hacen ambos del formoseño Gildo Insfran, al que, a juzgar por sus declaraciones, consideran el gobernador más exitoso y más afín a los dos. El gobernador eterno de una provincia feudal es el modelo más perfecto de como desean que sea el país federal los cristi-albertistas, si es que esta especie política existe.
De allí la importancia fundamental de lo que sostuvo un juez de la Corte Suprema de la Nación en el fallo sobre San Juan: que las reelecciones indefinidas o demasiado prolongadas atentan contra la letra y el espíritu de la Constitución Nacional. Ahora se entiende mejor porqué este gobierno nacional quiere acabar del modo en que sea con esta Corte Suprema.
Pero pasemos a contar la historia, porque mucho más allá del fallo en particular acerca de la ahora fallida nueva reelección del gobernador de San Juan, Sergio Uñac, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha disparado un profundo debate sobre los conceptos de República y Democracia que incluso pone frente a frente algo más que ideas distintas propias del pluralismo, sino modelos enfrentados de construcción de un país. Que es el gran problema de la Argentina del siglo XXI, la de la grieta: que no todos comparten las reglas de juego que establece la Constitución nacional. Aunque, felizmente, los sujetos históricos no por ello quebrantan el orden democrático como se hizo durante casi todo el siglo XX por los militares y sus civiles aliados. Incluso entre la Constitución de 1853 y la peronista de 1949 hay diferencias filosóficas muy profundas que en buena medida son contradictorias. No pasa lo mismo con la reforma de 1994 que en lo sustancial, pese a haber sido hecha también en un gobierno peronista, es una continuación de la de Alberdi.
En el caso actual de San Juan el presidente formal de la Nación, Alberto Fernández, define su opinión y la de gran parte del peronismo, en unas breves palabras que claramente se oponer al espíritu constitucional, cuando sostiene que: “La Corte se entromete en el proceso democrático y autonómico de las provincias”.
Esta concepción lleva implícita la idea de que la Corte Nacional, último intérprete de la Constitución que rige para “todos” los argentinos, no se puede meter en el debate de constitucionalidad en las provincias porque eso avasalla el federalismo y la democracia.
Sin embargo, pese a la opinión de Alberto, si la provincia interpreta de un modo “convenientemente” equivocado su propia Constitución provincial con la complicidad de los jueces locales (lo que suele ser costumbre en muchas provincias argentinas donde la división de poderes es una pantalla ficcional para cubrir las apariencias) los supremos nacionales (que, insistimos, tienen competencia en todo el país) deben advertir y suprimir la contradicción, como han hecho en este y otros casos.
Pero el presidente, además, de antifederal, considera antidemocrático al fallo, con lo cual expresa implícitamente el gran argumento a favor de la reelección indefinida: que el voto popular es la última instancia de resolución de las decisiones políticas electorales.
Era el argumento que sostenía Menem cuando quería su segunda reelección en 1999 y el que sostienen los Kirchner en Santa Cruz y Gildo Insfran en Formosa para defender la reelección indefinida: la voluntad soberana e irrestricta del pueblo cuando deposita su voto. Si la gente te quiere reelegir por la eternidad, será porque sós muy bueno. Por lo tanto, insinúan, es mucho más democrático permanecer para siempre en el poder si así lo quiere la voluntad popular, que sufrir prohibiciones, que así consideran a los límites republicanos al poder. Límites de los cuales dos de los más esenciales son la división de poderes (para que el poder aunque emane de un solo origen -de la voluntad popular- se pueda controlar a sí mismo) y la periodicidad de las funciones (a diferencia de las monarquías).
En cambio, lo que sostiene Alberto es una concepción no republicana de la democracia, donde en el fondo las instituciones son un obstáculo (sólo a veces necesario) para el encuentro directo entre el líder y el pueblo, encuentro que es la verdadera “institución” de la democracia populista.
Vale decir, en su interpretación, la democracia republicana, con su énfasis más en la forma que en el fondo, con la excusa de limitar los excesos del poder, lo que hace es trasladar parte del poder popular a las minorías antipopulares, de allí el lawfare y todas esas cosas contra la que luchan los peronistas no republicanos.
Claro que el voto del momento presente es fundamental para elegir a los gobernantes, que eso es la Democracia pero es tan fundamental como el voto de las generaciones anteriores, que eso es la República desde cuando se fue armando el tinglado constitucional que, para evitar la demagogia y la tiranía, le pone incluso límites y controles al voto popular del presente, si él no cumple los preceptos constitucionales que se vienen construyendo desde 1853 a la fecha, e incluso desde antes.
Por eso, lo más notable del fallo de la Corte Suprema avanza mucho más allá del debate sobre si Sergio Uñac va por la segunda o la tercera reelección, o sea si cumple o no con los requisitos que fija su propia Constitución provincial. Y va más allá porque el juez supremo Carlos Fernando Rosenkrantz introdujo un concepto muchísimo más profundo y central cuando sostuvo: “No existe duda de que habilitar que una persona se desempeñe durante dieciséis años ininterrumpidos en los más altos cargos provinciales impone un costo intolerablemente alto a los valores que encarna el sistema republicano”.
Allí el juez toca el corazón de la idea populista de “hacer lo que el pueblo quiere” aunque no lo quieran las instituciones. La idea absolutamente falsa de que el concepto “Democracia” es superior al de “República”. Cuando en realidad, lo que no pueden ambas es contradecirse. Podría decirse que incluso un concepto controla al otro por los probables excesos de ambos si se los interpreta en soledad. Como la demagogia que implica hacer lo que el pueblo quiere aunque no lo quiera la república. O la tiranía que implica cumplir supuestamente con la república aun suprimiendo la democracia, que eso hicieron casi todas las dictaduras en la Argentina. Ninguna de ambas ideas busca defender la democracia ni la república, sino clausurar la libertad y el pluralismo por los que se justifica hacer inseparables a ambas palabras.
Rosenkrantz está diciendo con bastante explicitud que si queremos avanzar en una democracia verdaderamente republicana de acuerdo al espíritu de la Constitución nacional, ya va siendo hora no sólo de prohibir las reelecciones indefinidas, sino también las que fijen demasiados períodos consecutivos, aunque lo autoricen las Constituciones provinciales. Y allí, aunque se refiera al caso de San Juan, se está refiriendo a otros muchísimos más graves como el de Insfran en Formosa.
Incluso podría agregarse, para ser más fieles aún con la idea de república democrática constitucional, el precepto que figura en la Constitución mendocina de que el gobernador no puede reelegirse tampoco a través de sus parientes directos, como ha ocurrido en Santiago del Estero con Zamora poniendo a su esposa o en San Luis con los Rodríguez Saá intercalándose en el poder los hermanos o como lo hubiera querido Néstor Kirchner en la Nación.
En realidad, los límites y los controles son una forma de aumentar la libertad de decisión democrática popular, desde la lógica republicana, mientras que en la concepción que sostienen los Menem, los Kirchner. los Insfran y los Alberto Fernández los controles son trabas que las minorías oligárquicas le imponen a las mayorías populares para impedirles que se expresen con total libertad a través de su voto. Es desde esa lógica que Gildo Insfran es la realización plena del ideal Democrático “nacional y popular”, mientras que los demás gobernadores que tienen límites para sus reelecciones (o mucho peor los que no tienen ninguna reelección como en Mendoza o Santa Fe) son formas proscriptivas, degradadas de la democracia.
En síntesis, la República como obstáculo a la Democracia nos habla de algo más que ideas diversas dentro de un mismo sistema político, sino de proyectos contradictorios que difícilmente puedan convivir con las mismas reglas de juego de seguir sus lógicas hasta las últimas consecuencias.
Queda también un debate que dejó dicho al pasar un diputado opositor sanjuanino, Marcelo Orrego cuando afirmó que “una provincia y un país no pueden crecer si no se respeta a sus instituciones”.
Una idea deseable pero opinable porque hay provincias y países que han crecido sin respetar sus instituciones. Aunque probablemente, a mediano y largo plazo, el avasallamiento institucional pueda ser un obstáculo para el desarrollo permanente, como sostienen muchas teorías sociológicas y económicas.
Sin embargo, en la Argentina, esa idea debe mirarse desde el otro lado del espejo. No tanto defendiendo a los que dicen que no se puede crecer sin instituciones firmes, sino criticando a los que dicen que los límites institucionales suelen ser un obstáculo al crecimiento. Como los que sostienen que impedir la reelección de los gobernantes a los que votaría el pueblo si no hubiera prohibiciones constitucionales en ese sentido, es frenar el desarrollo productivo de un país o de una provincia que tan bien, supuestamente, estaba llevando el proscripto al contar con la prolongada o indefinida voluntad popular a través del voto.
Esa idea “eficientista” de la reelección permanente o indefinida también ha sido defendida muchas veces por los que siguen creyendo que las instituciones republicanas son un obstáculo no sólo para la política democrática plena sino para el desarrollo económico.
Pero así como es indemostrable empíricamente que la institucionalidad muy exigente trabe el crecimiento, es mucho más indemostrable que ser “tolerante” con las desprolijidades institucionales en nombre de una mayor efectividad en las realizaciones materiales al sacarle obstáculos formales a las realizaciones gubernamentales de fondo, tenga algún grado de veracidad argumentativa.
Para eso basta con observar quiénes son los países que más han avanzado en el mundo en todos los aspectos para invalidar ese aserto. Se trata de aquellos donde la Democracia y la República han constituido y constituyen un matrimonio inseparable. Donde en casi todos las reelecciones tienen límites precisos (incluso en algunos países cuando un presidente es reelegido una vez, ya no se puede presentar jamás para ese cargo). Y si en algunos países europeos, sobre todo los de tipo parlamentario, las reelecciones prolongadas son permitidas, los controles y límites republicanos al poder son de los más férreos del mundo, que es precisamente lo que las democracias populistas quieren sacarse de encima. Hay países, también, es cierto, que -como China- han tenido un crecimiento enorme y una incorporación a la clase media de cientos de millones de pobres, pero su éxito material no se condice con la libertad política y de expresión que en ese país es un bien escasísimo o a veces inexistente, lo que altera profundamente derechos esenciales de los seres humanos, tan importantes como los económicos.
Bienvenidos entonces estos debates que tanto necesitamos los argentinos, que estamos logrando el récord contrario a todo lo aquí expuesto: una correlación casi exacta entre deterioros institucional y económico, ambos de magnitudes siderales. O sea que nosotros necesitamos resurgir en ambas cuestiones antes de discutir que va primero, si el huevo o la gallina.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar