En Verdad y política Hannah Arendt explica que las mentiras políticas modernas son tan grandes que suponen un acomodamiento completo del entramado de los hechos, al punto de construir otra realidad que se adapte a ellas sin fisuras ni fallas en el relato. Para que la mentira política funcione necesita mentiras complementarias y muchos (más) mentirosos.
Desde que Cristina Fernández de Kirchner anunciara la candidatura presidencial de Alberto Fernández, cualquiera que no quisiera autoengañarse podía ver la defraudación al sistema político vigente que se estaba urdiendo: bastaba unir las urgencias judiciales y el modo de ejercicio del poder de Cristina, la trayectoria política de Alberto y la relación que los había vinculado hasta entonces.
El desarrollo de la campaña fue agregando evidencia: la incapacidad para proponer un plan de gobierno bien definido y practicable, y la dificultad (nunca superada) para formar un equipo de gobierno acorde con el momento crítico del país. La fórmula del Frente de Todos no respondía a un proyecto político, sino un plan de toma del poder.
Muchos analistas que habían sido implacables con el gobierno de Cristina prefirieron bajar la guardia y vender a la opinión pública la imagen de una candidatura moderada, racional y respetuosa de las instituciones. Supuestamente, Alberto estaría en condiciones de atenuar los impulsos autoritarios y avasalladores de Cristina. El enorme y extraño caballo de madera transponía las puertas de Troya, pero el sacerdote Laocoonte permanecía silencioso, sin denunciar el engaño. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué negaron la evidencia? Dejemos de lado la convicción de que un gobierno del Frente de Todos sería efectivamente así, o que su llegada al poder auguraba una nueva y jugosa distribución de pauta oficial entre los principales medios de comunicación.
Se me ocurre un par de razones.
Una es de tipo profesional: denunciar abiertamente la maniobra del cristinismo suponía por un lado embanderarse con la candidatura oficialista y por el otro dinamitar puentes de diálogo e información con un posible gobierno de los Fernández.
Otra es de tipo ideológico: sencillamente no estaban dispuestos a aceptar que el sistema democrático es vulnerable a un fraude como el que se preparaba, aun cuando la candidatura cumpliera con los requisitos formales. Quizá sea necesario atender al espíritu de la ley, no sólo a su letra.
Para quienes poseen un mínimo de honestidad intelectual, a un año de Gobierno ya no quedan dudas respecto del desdoblamiento entre gobierno y poder ni sobre quién manda en realidad. Sin embargo, el centro narrativo del periodismo político está constituido por los roces, desencuentros, conflictos y tensiones entre el titular formal del Gobierno y la verdadera dueña del poder. Entre el gobierno real y su simulacro.
Esto no obsta para que los analistas y opinólogos se pregunten, con un énfasis retórico un poco zonzo, gastado por las certezas: ¿quién gobierna en la Argentina? Existen evidencias suficientes de la subordinación del Presidente a la Vice. Además revela una concepción ingenua, primitiva, del gobierno: como si se tratara de una permanente gestión unipersonal de asuntos, deliberaciones, negociaciones y decisiones sobre todas las áreas.
A Cristina le basta con unos pocos instrumentos para controlarlo todo: se ocupa personalmente de los asuntos que más le interesan, posee ministros y funcionarios en lugares claves del Gobierno y el Estado que le reportan directamente, y tiene la última palabra en el resto de las áreas gubernamentales.
La ficción del conflicto/tensión interna (convenientemente guionada, con detalles que le agregan pimienta y verosimilitud a la narración, que incluye la ilusión de un Alberto emancipado, dueño de sí mismo y de su gobierno) le sirve a Cristina admirablemente bien para llevar a cabo sus propósitos.
Por un lado, presenta a la opinión pública a Alberto como el gobernante realmente preocupado por los problemas del país, que se enfrenta como puede a los propósitos mezquinos de Cristina. Por el otro disciplina a la oposición, que es empujada a cooperar con Alberto con el objeto de frenar a Cristina o impedir que se haga dueña de la situación.
La práctica totalidad de la opinión pública acepta el viejo truco del policía bueno y el policía malo y se convierte en su cómplice. Mientras tanto, la agenda de Cristina avanza con prisa y sin pausa. El resto es un simulacro de Gobierno que le sirve de tapadera.
El único poder que conserva Alberto Fernández es el de la renuncia a su cargo, que precipitaría al gobierno del Frente de Todos a una crisis probablemente terminal. Pero no lo puede usar ni siquiera como forma de presión sobre los factores reales de poder. Todo relato que le asigne otra capacidad es encubridor.
Por su parte el periodismo podría dejar de cooperar con esta maquinación abandonando la línea argumental del conflicto interno, restando atención y publicidad a la estrategia de desdoblamiento tras la que se oculta el gobierno de Cristina (lo que supone dejar de otorgarle a Alberto el rol de interlocutor principal en tanto que Jefe de Estado) y exigirle a la verdadera dueña del poder las responsabilidades que le competen como tal.
Pero claro: eso supondría un compromiso sustancial con la ley y las instituciones vigentes, algo que no parece ser compartido por la mayoría de los comunicadores y analistas.
*El autor es Profesor de Filosofía Política. Filial Godoy Cruz.