En el Mar de Japón, cerca de la isla de Shikoku, se pescan cangrejos. Algunos de ellos, en su caparazón, tienen una mancha que resembla la feroz cara de un samurái. Los pescadores devuelven a estos ejemplares (Heikegani) al agua, en homenaje a una histórica batalla que tuvo lugar en esa zona a fines del siglo XII y que, además de costar muchas vidas, provocó la desaparición del clan de samuráis de los Heike. El resultado: allí hay cada vez más “cangrejos samurái” y menos de los otros. Es un proceso de selección artificial que lleva ya 900 años. Si un Heikegani es pescado en otra zona, casi seguramente no tendrá la suerte de ser devuelto al agua.
Difícilmente los cangrejos Heike sean conscientes de la “ventaja” que significa este tratamiento especial por el hecho de habitar en esa área específica del Mar de Japón. Pero si uno fuera un cangrejo con la suerte de haber nacido con el rostro de un samurai en su caparazón y además tuviera conciencia de ese trato, seguramente se mudaría a esas aguas más amistosas. Esta hipótesis significaría tomar conciencia de sí mismo y además aprovechar las experiencias ajenas, para hacer de ello un aprendizaje y obrar en consecuencia, probablemente en conjunto. Pero esto no es más que un ejercicio de ficción no aplicable a estos seres, que seguramente se “banquen”, con fatalismo o peor aún, con ignorancia, la suerte que les tocó. Aun así, se podría establecer un paralelismo con algunos comportamientos sociales.
Los argentinos, que vivimos en un país bendecido por sus recursos naturales, por su clima, su extensión y hasta por su ubicación, hemos vivido, sin embargo, de crisis en crisis y llevamos acumulada una enorme experiencia en la adaptación, (más que en la solución) a esas crisis. De hecho, debemos ser uno de los países que mayor sucesión de crisis ha tenido en el mundo. La consecuencia: cualquier indicador objetivo que mida algún parámetro (por ejemplo, calidad institucional, económica, educativa, distribución de la riqueza, nivel de pobreza, productividad, igualdad de oportunidades, seguridad, etc.) nos muestra en una espiral descendente. (No hablo aquí específicamente de los últimos años o meses, sino que invito a mirar en plazos más largos, de 70 o más años). La crisis es la normalidad en nuestras vidas cotidianas. Se manifiesta, también, en el permanente cambio de las reglas de juego y en el consecuente deporte nacional del poco apego a cumplirlas. Y en realidad, no tendría por qué ser así.
Si pudiéramos mirarnos a nosotros mismos, deberíamos ser capaces de capitalizar esa larga experiencia acumulada; y transformarla en una ventaja diferencial frente a otros países que hoy viven crisis para ellos desconocidas.
También deberíamos admitir que del estado de crisis casi constante, sólo se puede salir a través del consenso, sobre todo en torno de algunos grandes temas nacionales; y que sólo mediante el diálogo franco, sereno y (¿por qué no?) pragmático, podremos alcanzar esos consensos.
La responsabilidad de generar el clima de diálogo, si bien le cabe - sobre todo- a quienes tienen responsabilidades de líderes políticos, empresarios, sindicales y sociales, también es responsabilidad de cada uno de nosotros involucrarnos, participar y exigir que ello ocurra.
De lo contrario, al igual que el cangrejo Heike, sólo nos quedará la opción de seguir “haciendo la nuestra”. O sea, depender de otros, rogar tener la suerte de la marca de algún samurai criollo y estar en el lugar adecuado, para así “zafar” (verbo mediocre por excelencia) por algún tiempo, pero ajenos a la alternativa de que nosotros sí podemos actuar para modificar las cosas.
*El autor es ingeniero electromecánico. Asesor Comité Ejecutivo de IDEA.