Los bebés del cristinismo

Hasta para el ridículo se necesita creatividad: como la que demostró Parrilli al dividir a los bebés entre cristinistas y macristas.

Los bebés del cristinismo
Cristina Fernández en campaña con un bebé en brazos.

La Argentina política ha eliminado del país cualquier debate basado en hechos e ideas para transformarse en una republiqueta donde sólo se discuten ocurrencias, tonterías, pavadas. Todos los días un nuevo delirio surge de las usinas del poder, que nos hacen dudar de la cordura de quiénes nos están conduciendo. He aquí los últimos dos.

El senador Parrilli, el hombre más cercano a la dirigente con más poder (del poco que queda) en la Argentina, sostuvo que los datos “objetivos” indican que durante el cristinismo nacían muchos bebés porque había esperanzas, pero que desde que asumió Macri nacieron menos. No dijo nada de la etapa albertista, pero parece que siguen naciendo pocos, al menos desde que Alberto y Cristina se pelearon.

Al día siguiente habló Roberto Felletti, el secretario de comercio interior que hace unos meses fue convocado por el gobierno -a impulsos de Cristina- como el superhombre que en un abrir y cerrar de ojos acabaría con la inflación, basándose en métodos cristinistas. En estos meses el hombre no sólo no bajó la inflación sino que casi la duplicó, pero ahora dice que él no tiene nada que ver, que a él lo pusieron sólo para controlar las góndolas de los supermercados mientras que el verdadero responsable de la suba de los precios es el ministro Guzmán y por ende el presidente Alberto. El enemigo en casa, boicotea aquello en lo que fracasó. Un ejemplo más de que cuando el barco se hunde las primeras que huyen son las ratas.

Estas dos afirmaciones, los bebés cristinistas y la lavada de manos por la inflación de su principal responsable (apenas una anécdota menor de la lavada de manos mayor: la de Cristina en relación al gobierno que ella, y sólo ella, inventó) nos hacen pensar que la Argentina oficialista (aunque hoy sean varios oficialismos), está perdiendo rápidamente la razón, el sentido de las proporciones, a medida que la crisis generada por ellos mismos avanza sin solución de continuidad.

Lo cierto es que tanto absurdo por arriba y tanta “mishiadura” por abajo nos hacen pensar, otra vez, en un fin de ciclo. De algo que ya se gastó irremediablemente y entonces se repite, a modo de farsa, todos los días.

Lo que nadie sabe es si el fin vendrá por implosión interna, por explosión externa o si se trata de una larga decadencia que parece terminar todos los días pero que en realidad no termina nunca, aunque cada día estemos un poquito peor (y ellos un muchito mejor). En fin, el futuro dirá.

La educadora Guillermina Tiramonti acaba de definir muy bien al ciclo en que estamos viviendo, del siguiente modo: ”Pareciera que después de la crisis de 2001 abandonamos toda expectativa de modernización y la vara se curvó a favor de valores premodernos. Construimos y difundimos una leyenda negra sobre el futuro, que abarca al despiadado capitalismo de la globalización... y nos aferramos a las raíces, las tradiciones, el control del lenguaje y la censura de todo pensamiento que no se ajuste a los preceptos del catecismo ‘progre’”.

O sea, con un lenguaje de izquierda, quisimos evitar que el mundo real entrara en la Argentina escudándonos en una fantasmal leyenda sobre el pasado nacional que convertimos en doctrina oficial. Y acá tenemos las consecuencias: un país a la deriva alejado, separado de todo lo que no sea él mismo, en sus peores aspectos.

Desaparecemos del mundo no porque seamos malos ni por la excéntrica ideología, ni siquiera por las torpezas de gestión, sino porque tenemos una vocación creciente por la inexistencia, por no ser nadie en un mundo que no comprendemos, y que a la vez ese mundo ha renunciado a comprendernos porque se dio cuenta que importamos poco. No porque Argentina no sea importante en un mundo global, sino porque su dirigencia y su cultura política son desconfiables, imprevisibles y sistemáticos en la reiteración del error de un modo que han hartado a todos, hasta a la mayoría de los argentinos de a pie, incluso a los que los votan.

No comprendemos al mundo y el mundo no nos comprende, ha renunciado a ello después de tantos intentos. Cosa que a nuestros dirigentes ya ni siquiera las importa de tanto mirarse a su propio ombligo y a sus peleas costumbristas, mediocres y ridículas.

Un país conservador (de lo malo), nada cambia nunca pese al discurso que evoca una especie de revolución congelada, una burocratización de izquierda.

Un país políticamente aburrido de tanta repetirse, con freno de mano, sin timón ni timonel ni rumbo ni destino.

Un país con la conducción dividida donde una facción, Alberto, es la nada misma y a la otra facción, Cristina, lo único que le interesa es su situación judicial y borrarse del gobierno que inventó porque cree que no da más y no quiere tener nada que ver, aunque ella haya sido su principal responsable y muy a su pesar, lo siga siendo.

Un gobierno en el cual una de sus partes está jugando -aún no sabemos si consciente o inconscientemente (pero que está jugando está jugando)- a la destitución de la otra parte frente a la prudencia de una oposición objetivamente antidestituyente no por heroísmo sino por necesidad, puesto que necesita un mínimo de gobernabilidad para llegar por el voto en 2023.

O sea, estamos frente a un gobierno destituyente de sí mismo. Parecería una novedad, pero en tanto producto de la ya eterna decadencia argentina, no es más que un avatar en ese largo recorrido hacia abajo o hacia la nada. Por eso el patetismo de declaraciones sobre bebés cristinistas o inflaciones albertistas que ofenden a cualquier inteligencia mediana, pronunciadas por los que se supone nos deberían gobernar, pero que se han perdido en las nubes de Úbeda.

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