Tenemos muchas cosas los mendocinos para ofrecer. Tenemos la cordillera, esa medianera a lo bestia que nos separa o nos acerca de Chile, según cómo cotice el dólar. No sé porque una mole tan grande no sirve para parar los temblores que vienen del otro lado y ese regalo que nos envían los trasandinos y que hace a nuestro deleite: el Zonda.
El Zonda es un viento frío y húmedo del otro lado de la cordillera pero, al atravesarla, adquiere su característica fundamental: viento bravucón y patotero que arrasa con sus ráfagas todo lo que encuentre en su camino.
Tenemos estos vergeles que supieron hacer nuestros ancestros. Cada verde tiene encerrada la historia de un abuelo; ningún verde en Mendoza es gratuito. Esto era puro desierto y ellos lo transformaron en un vergel que asombra. Los turistas, encantados por la forestación de nuestras calles y nuestros paseos y parques, no dejan de exclamar: “!Qué pródiga es la naturaleza aquí!”. Pródiga las petunias. Todo lo esplendoroso de nuestro verdor fue generado por los hombres.
Y eso que no plantamos cualquier árbol, nos cuidamos mucho de hacerlo. Por eso plantamos al árbol más desinteresado de todos, el plata-no, el árbol que es un símbolo de nuestras ancestrales vocaciones etílicas: el palo borracho, y el árbol de algunos de nuestros políticos: el algorrobo.
Tenemos nuestras acequias, asombro también de aquellos que nos visitan. Forman parte de nuestra idiosincrasia: aquel mendocino que nunca se haya caído a una acequia no puede considerarse mendocino. Días atrás, en esos días gélidos que tuvimos que soportar, iba yo caminando por la calle Garibaldi, a la altura de San Juan, cuando me para un señor.
No quiero exagerar en la altura pero bien que tendría su metro noventa, bigotes tipo Aníbal Fernandez y un sobretodo piel de camello de esos de pelambre corta y parejita, de un color gris terraza que me fascinó. Me paró y me dijo: “Che, Sosa, vos que escribis tantas tonterías todos los días ¿por qué no hablás de las acequias? Están en un estado que ya no se puede soportar. Por favor, decí algo”. Dicho lo cual se metió debajo de un puente y desapareció. Era un pericote.
El mendocino tiene su forma de hablar particular. Tenemos una tonadita que nosotros no advertimos pero otros de otros lugares sí. Es más, muchos nos acusan de chilenos por nuestra forma de hablar. Y tenemos tendencia a reducir las cosas. Por eso cuando tomamos un café le decimos al mozo: “¿Me trae la cuentita?”. Como si el diminutivo fuera a amortiguar el monto.
Y el mozo, siguiendo el mismo estilo, nos contesta: “Son doscientos pesitos”. Todo chiquitito, por eso tenemos lugares que están empequeñecidos por su nombre: Pareditas, Coquimbito, la Puntilla, Vallecitos, El Plumerillo, Las Catitas, Los Corralitos, La Crucecita y si tenemos un rodeo lo partimos por la mitad y tenemos Rodeo del Medio.
Sí, Mendoza tiene mucho para ofrecer pero deberíamos usar el aumentativo si queremos tener un PROVINCIÓN.