Cuando las cosas no tienen nombre parece que se nos escaparan, que pasaran de largo, que no existieran incluso, confundidas en el ruido innominado de lo que ni siquiera sabemos que ignoramos. Los nombres son muy importantes. Nombrar es muy importante. Y, sin embargo, a veces descubrimos que hay cosas, asuntos, hechos, sensaciones, sucesos que no llevan nombre o no le estamos asignando el apropiado. Cuestiones, personas, paradigmas que duelen más, incluso, porque hay un grito mudo con el que exclaman para que de una vez les demos ese nombre.
Por ejemplo, ¿cómo llamar a los ciudadanos de un país siempre en llamas? ¿No deberían tener un propio nombre? ¿Cómo decirles a esos que, como un Sísifo inocente y multiplicado, llevan hasta la cima la pesada piedra de la supervivencia en este país que todo lo dificulta, y que cuando cree haber cumplido con la tarea para al fin ya no cargar este peso, la piedra rueda otra vez hacia abajo? Deberían tener un nombre. Nombrar es muy importante.
Por ejemplo, ¿cómo nombrar a aquellos que caminan como por un precipicio cada fin de mes, aquellos para los cuales ese fin de mes es como un horizonte, al que nunca se puede llegar? ¿Cómo se llama a aquellos que trabajan e igual no les alcanza, los que bajan la cabeza, se aprietan el cinturón cada vez más holgado, y siguen esperando? ¿Cómo se llama a aquellos que suman como dígitos humanos a ese monstruo que crece, se agiganta, y se llama pobreza? ¿Cómo se llama a esos que ni siquiera saben que alguna vez un italiano (Conrado Gini) pensó en un número que intentara medir eso que no tiene nombre? Deberían tener un nombre. Los nombres son muy importantes.
Para seguir haciendo preguntas, ¿cómo llamarles a aquellos que caminan a diario por las calles y comienzan a ver –como si fuera un sembradío perverso– que las calles que recorre rumbo a sus duras obligaciones comienzan a llenarse de gente sin techo que llora bajo las estrellas frías de este invierno? ¿Cómo llamarles a esos que se preguntan si, dado que todo sigue así, a ellos les tocará también no tener un día una puerta para cerrar ni otra mano que una que se estira pidiendo una limosna? ¿Cómo llamarle a los que corren como una presa fácil de las fauces de la pobreza? Habría que darles un nombre para no ignorarlos. Son muy importantes los nombres.
¿Cómo llamar –porque quizás nos despierte ese llamado– a aquellos que vivieron desde hace años en un país azotado por la violencia, que resistieron, lloraron, perdieron y callaron en esos tiempos oscuros que jamás debieran volver, y que esperaron por una democracia que ellos creían iba a representar la cura de todos los males? ¿Cómo llamar a aquellos que se preguntan qué clase de democracia es esa en la que desde hace años trata de votar a lo menos peor, el mal menor, el próximo fracaso? También deberían tener un nombre.
Por ejemplo, además, ¿cómo llamar a los que tienen que soportar que haya algunos que jamás pierden, jamás pagan, jamás reconocen el papel indigno que jugaron en llevar durante años el barco del país a todos los abismos habidos y por haber? ¿Cómo llamar a los que se indignan al ver a esos mismos trepados a la insolencia de seguir proclamándose a sí mismos los salvadores de lo que ellos mismos (y ellas mismas) arruinaron? ¿Cómo llamar a los que ven a su alrededor, además, a muchos como él, incluso pobres como él, ciegos a la realidad y aún asegurando a los cuatro vientos que esos que todos lo arruinaron son, en efecto, los salvadores, tan sólo porque los que gobiernan son igual de ineptos? También merecerían tener un nombre.
¿Cómo llamar a los que se asombran a diario por la capacidad infinita que tienen algunos de seguir inventando maneras de hacer daño? Al menos un nombre deberían tener.
¿Cómo decirles a los que sobrevivieron para darles a sus hijos una patria, para que el domingo fuera posible un almuerzo compartido –un abrazo, un cómo te ha ido esta semana– y a cambio tienen que ir a despedir a sus hijos al aeropuerto, con dolor y furia confundidos en el pecho? Deberían tener un nombre. Nombrar es muy importante.
¿Cómo decirles a los que soportan el desfile de perversa dilapidación de recursos en cosas que conspiran contra lo poco que va quedando bajo el cielo en que una bandera celeste y blanca se destiñe? ¿Cómo a aquel que ve cómo inventan a víctimas insólitas a las que sí les dan nombre, cómo se autoagencian algunos departamentos contra falsos descastados, institutos de falsos discriminados, leyes que crean más desigualdad que la que dicen combatir (y lo saben)? ¿Cómo llamar a aquellos que atestiguan ese espectáculo y ni siquiera pueden hablar porque los otros ya inventaron el recurso de callarlos mediante escraches, lapidaciones tuiteras, cancelaciones airadas?
¿Cómo llamar a aquellos que se duelen por los niños de hoy, a los que lo único que se les ocurre a tantos que deben velar por los ciudadanos del mañana es borrarles esa potencia de ser niños para llamarlos “infancias”, hacerlos abstractos para que sea aún más fácil olvidarlos?
¿Cómo nombrar a aquel que ve que ni siquiera la paz ciudadana es posible, porque la delincuencia crece alimentada por todo esto que ni siquiera tiene nombre? ¿Cómo nombrarlos a los que murieron a manos de ese niño que jugaba a la pelota a la vuelta de su casa y que le acaba de disparar en medio de las brumas del veneno que acaba de meterse por la nariz o por las venas? Deberían tener nombre propio. Nombrar es muy importante.
Pienso en todo esto justo cuando por la ventana, a lo lejos, el cielo me regala sus colores (tan celestes, tan blancos) como una ironía, mientras la bandera de este país luce tan desteñida. Así que se me ocurre entonces un nombre provisorio para todo eso que no tiene nombre. Por ahora, usemos una sola palabra: “argentinos”.