Apenas a pocos meses de iniciar su condicionado mandato presidencial, Alberto Fernández se encontró, impensadamente, con una oportunidad única, de esas que pocas veces se dan y casi nunca se repiten: la de poder alcanzar la mínima autonomía de decisión que un presidente necesita tener para ser tal, y más en un país de sesgo hiper-presidencialista.
La alianza de hecho con_Horacio Rodríguez Larreta, además de ser vista por casi todos los argentinos como su mejor obra de gobierno, no fue nunca ni pretendió ser una alianza electoral. Era unirse frente a la pandemia. Nada más. Pero su efecto político conducía a transformar a Alberto en el jefe del oficialismo y a Larreta en el jefe de la oposición, a través de un apoyo mutuo donde el crecimiento de ambos los ayudara a liberarse del pasado. A Alberto de Cristina. Y Larreta podría demostrarle a Macri que su estrategia de consenso con un peronismo más o menos racional era mejor que la estrategia de confrontación.
Pero Alberto no lo vio, mejor dicho seguramente lo vio pero no se animó, prefirió ceder a las presiones de Cristina que veía en ese pacto algo demoníaco para ella. Lo cual desde su lógica era lógico. Entonces Cristina se lo puso a Alberto en términos de traicionar a una o a otro. Y Alberto prefirió traicionar a Larreta, a cambio de lograr para él no mucho más que un salvoconducto de sobrevivencia. Que pagará haciendo más ineficaz a su gobierno -desde antes no demasiado eficaz- al quedarse con menos poder propio del poco que ya tenía.
Aunque ninguna comparación histórica es equivalente, en este caso vale recordar algo que hizo Raul Alfonsín durante su presidencia: su intuición más genial fue denunciar que su enemigo principal era el pacto sindical militar. Gracias a ello ganó la presidencia, pero luego se demostró que no era un invento electoral, que el pacto -aún implícitamente- existía. Tanto que le hizo la vida insoportable a Alfonsín durante todo su gestión con claras intenciones golpistas a través de unas 15 huelgas generales y un par de intentonas militares. Frente a esa amenaza real Alfonsín no dudó en acordar con la renovación peronista, esa que surgió durante su gobierno con la intención de luchar desde dentro del peronismo contra el viejo peronismo, ese que perdió en el 83 y que propiciaba el pacto sindical militar. Ambos unidos pararon los golpes y lograron mantener los efectos de los juicios contra los genocidas aunque no pudieran continuarse. Y si bien toda esta épica alianza de los buenos renovadores de ambos partidos no alcanzó para salvar al gobierno de Alfonsin ni para ser heredado por ninguna renovacion, lo cierto es que salvó algo más importante que todo eso: salvó a la naciente democracia.
Entre otras cosas le impidió a Menem hacer lo que propuso en campaña: reivindicar el pacto sindical militar a través del salariazo para los sindicatos, y de la remalvinización para los militares. Por el contrario, la historia lo llevó a ser, lo haya deseado o no (lo más seguro es que a Menem le diera lo mismo), el verdugo de lo que mismo que propuso. Acabó con los golpes militares con buenas y malas artes, indulto y represión. Y con la convertibilidad le quitó mucho poder, aunque fuera coyunturalmente al sindicalismo, el cual no pudo frenar los cambios que si los hubiera intentando Alfonsín, lo hubieran destrozado.
Salvando las distancias, insistimos, Alberto se encontró inesperadamente ante una circunstancia parecida si hubiera resistido la orden que le impuso Cristina de traicionar a Larreta. Si él lo hubiera querido, ella, con todo su poder, no tenía tanto como para impedir ese alianza. Porque Alberto y_Larreta juntos son políticamente tanto o más que ella. Mientras que separados son menos.
Ahora Larreta intenta salvar para él y para su espacio la moderación que viene adosada a la idea pactista, pero una sola pata no puede salvar algo que necesita las dos patas. Y dentro de su espacio de a poco se lo cobrarán los más gurkas. No obstante, Larreta se animó a hacer lo que no se animó Alberto y eso habla de su valía política. Contra viento y marea, incluso contra los suyos propios, intentó construir algo que hoy parece imposible de hacer con el peronismo como se intentó en los 70 entre Perón y Balbin y se concretó en los 80 entre Alfonsín y la renovación peronista.
De haberse animado, Alberto hasta hubiera podido hacer olvidar sus graves e infinitas contradicciones, entre ellas su decisión de renegar de la actitud más ética que tuvo en toda su vida: la de denunciar el pacto con Irán, del cual ahora aceptó ser su cómplice. Pero incluso ese pecado capital podría quedar relegado si se animaba a acordar con Larreta un esquema futuro de gobernabilidad, una dirección hacia donde ir. Tal era la importancia de su actitud. Por eso fue tan insistente y tan implacable Cristina en hacer volar por los aires ese acuerdo implícito. Y no sólo quería que lo rompiera sin más, sino que obligó a Alberto a que traicionara explícitamente a Larreta y con suma crueldad lo tratara más mal de lo que incluso jamás trató a Macri. Alberto debía humillar a Larreta y humillarse él mismo para que ese intento de mínima autonomía quedara destruido. Fue una actitud consciente, clara y contundente de Cristina para que de ahora en más nadie se atreviese a disputar su poder. E inevitablemente desde ese entonces el poder ya menguado de Alberto quedó reducido a una ínfima expresión. Hoy él es apenas un apéndice de Cristina, como quizá nunca dejó de serlo pero antes no se lo veía tan claro. Ahora habla en todo como ella y dice todo lo que le dice ella. No sólo ha perdido toda autonomía, incluso de estilo, sino que también ha perdido toda confiabilidad, después de delatar lo que supuestamente le dijo Macri en una charla telefónica confidencial y después de entregar a Larreta a las fieras. Su confiabilidad ha devenido cero, para los otros y para los propios. Porque quien hace eso con quien quiera que sea, no es confiable para nadie porque se lo puede hacer a todos. Quizá excepto a Cristina que lo necesita así. Esa es la gran paradoja: sólo si Alberto no es confiable para nadie puede ser confiable para ella. Lo ha esterilizado. Y él, por supuesta necesidad de sobrevivencia, ha aceptado todo. Olvidándose que en 2008 sobrevivió políticamente -pese a no tener nada propio- por una sola cosa: porque se animó a enfrentarse a todo o nada con Cristina. Sino, hubiera sido como mucho un Parrili o un Aníbal Fernández o lo más seguro, un don nadie del que todos ya se hubieran olvidado.
La vida le dio una segunda oportunidad pero esta vez no la tomó como tomó la primera. Podría haber sido quien sucediera a Cristina sin quebrar con ella, y quizá logrando que ella tampoco quebrara con él, porque su poder no es tanto como intenta hacer creer luego del triunfo electoral que tan hábilmente construyó.
La verdad es que Alberto no está haciendo un buen gobierno y ella no lo está ayudando en absoluto, pero eso de querer hacerle pagar todos los costos a Alberto a la vez que obligarle a hacer todo lo que ella le manda, tiene patas cortas, porque no tan facilmente ella quedará no implicada si las cosas al final salen mal.
En síntesis, el más grave error de Alberto hasta ahora fue la ruptura de ese pacto que de improviso se le ofreció pero que asustado frente a la historia, salió corriendo, dejándole la historia a Cristina, aunque ella sea más pasado que futuro. Una renuncia a ser lo que debe ser a cambio de la mera sobrevivencia. Muy mal negocio.