Si Cristina Kirchner no logra remontar la derrota reciente de su bloque político, habrá conseguido lo que nadie obtuvo desde la restauración democrática: que el peronismo pierda su pétreo dominio del Senado. Puede producirse un hecho inusual: el crujido de la herramienta emblemática del bloqueo político entre las fuerzas mayoritarias.
Se trata de un reducto que el peronismo siempre mantuvo vigente, incluso en las horas de aturdimiento por su derrota frente a Raúl Alfonsín. Y el mismo que desde entonces le ha dado configuración y método de navegación política al poder que la señora Kirchner teme para sus años postreros de vida pública: el de los jueces y fiscales de la Nación.
Seguramente no fue la única, pero esta acechanza que Cristina ve inminente es una muestra en extracto de los motivos que la llevaron al sinceramiento furioso del fracaso y el fin del mecanismo de gobierno que ella misma inventó como salida táctica para canalizar el voto castigo contra Mauricio Macri. La fórmula del poder invertido, con ella replegada en el segundo lugar de la fórmula presidencial, para desimantar el rechazo.
El avión de la derrota electoral ya había impactado en una torre del gobierno. Cristina se subió al siguiente para demoler la restante. Mucho antes ya había emulado a su exvice, Julio Cobos. Simulando no tener más poder que el de la campanilla en el Senado, en más de una ocasión hizo público su voto no positivo sobre la gestión de Alberto Fernández. Marcela Losardo bien lo recuerda en París.
Esta vez torpedeó al Presidente con puntería aliancista. Y algo más de perversión. “Chacho” Álvarez le renunció a Fernando De la Rúa, pero le pidió a los ministros del Frepaso que no vaciaran el gobierno. Cristina mandó a los suyos a desalojar el conventillo del presidente inquilino, pero atornillada a su silla, en la línea de sucesión.
El punto final de los finales fue la presentación pública de su demanda de divorcio. Diría el español Joaquín Sabina: lo atroz de la pasión es cuando pasa. Alberto Fernández se enteró por carta astral. A las pocas horas, capituló sin condiciones. De resultas, alumbró un gabinete depauperado, que consumió su función completa al momento mismo de su anuncio: contener a duras penas la sensación creciente de vacío de poder.
Pero la pobreza política del recambio terminó siendo de tal profundidad que la foto de lo nuevo resultó entera color sepia. Menos de lo mismo. Ni una solitaria apuesta a las expectativas de cambio. Ni un gesto módico a la sociedad incipiente que habló en las urnas. Manzur, Aníbal, Filmus, Domínguez. Todo el pasado por delante. Lo malo del después son los despojos.
Quienes creyeron en el giro a la moderación de Cristina a través de Alberto tienen aquí su hora de la verdad. Hay una concepción política que es connatural al kirchnerismo: la idea de que las crisis pueden ser benéficas porque permiten disminuir la cantidad de decisores y concentrar poder. El conflicto es una ventaja. El cambio sólo se opera de manera autocrática. La legitimidad no viene del consenso, sino de la capacidad de imposición.
El problema es cuando el volumen de la crisis económica y social ingobernada comienza a desbordar al que se impone. Las urnas invitaron a Cristina Kirchner a mirar de frente la oquedad de ese abismo. Frente a ese desafío, igualada en la desgracia con el delegado que impulsó a la presidencia, tampoco ella sabe bien qué hacer.
Es sintomático para entender este punto repasar el momento en que detonó su experimento de la Presidencia vicaria. Fue cuando Martín Guzmán anunció su nuevo Presupuesto -con variables para inferir un acuerdo con el FMI- que el alfil Eduardo de Pedro le sacó la espoleta al festival de renuncias.
En la lógica de la diputada Fernanda Vallejos, ése era el núcleo innegociable del motín a bordo. Sin embargo, Cristina arrugó en la última milla: llamó a Guzmán para preservarlo y volvió a escribir que un acuerdo amplio de las fuerzas políticas será necesario para enfrentar la crisis (que por ahora propone disimular con billetes falsos, hasta pasar la elección).
Esta vacilación de Cristina, que admite la necesidad del acuerdo, pero se obstina en trabarlo imponiendo condiciones propias de libertad provisional, mientras fustiga a Alberto Fernández por proponerlo- revela el alto grado de implosión interna de la fuerza gobernante.
El economista Raúl Hermida suele decir que la economía argentina, adicta al déficit crónico de sus cuentas públicas, fue utilizando diferentes vías de escape para financiarlo. La emisión de moneda sin respaldo; la toma de deuda para gastos corrientes; la imposición de gravámenes cada vez más expoliatorios y el uso de la inflación como el más injusto de esos impuestos.
Pero lo que caracteriza a la etapa actual es que el país está consumiendo su capital. Corroe a sus empresas hasta destruirlas, obstruye deliberadamente la creación de empleo, deglute lo que la sociedad construyó durante décadas promoviendo con fruición suicida la ridiculización subsidiada de la cultura del trabajo.
Este año se cumplirán dos décadas del último derrumbe generalizado del sistema político, abrazado a la crisis de uno de aquellos mecanismos de financiación del déficit. Cristina Kirchner, que se ufanó tantas veces de haber sepultado ese fantasma, demostrará antes de diciembre si no habrá sido el mejor artífice de su eterno retorno.
*El autor es de nuestra Corresponsalía en Buenos Aires.