En 1895 Gustave Le Bon publicó en París “Psicología de las multitudes”. Su autor no era un académico sino un polígrafo culto, que escribió también sobre física, religiones antiguas o antropología, transitando en el borde del mundo intelectual donde por entonces brillaba Durkheim.
Este libro fue un “best seller”, y luego un “long seller”. Le Bon logró captar el estado de ánimo de su tiempo y poner en palabras las ideas confusas, los miedos y las expectativas que suscitaban las nuevas multitudes.
El “fin de siglo” europeo fue la época de la democratización. La multitud visible, “la foule”, no era ya la turba miserable pintada por Balzac, Victor Hugo o Dickens, pues se sumaban trabajadores, sectores medios y también acomodados. Se veían muchedumbres en las manifestaciones, vociferando con más pasión que razones contra los políticos corruptos, o alineándose en favor o en contra de Dreyfus. También se amontonaban en las grandes tiendas, en los teatros y los “music hall”, en los hipódromos, los espectáculos deportivos o las reuniones evangélicas. Y naturalmente, en los comicios, donde su peso empezaba a ser decisivo.
Durkheim hablaba por entonces de la anomia y la conciencia social difusa. En sintonía con él, Le Bon señala que, al integrarse en una multitud, el individuo abandona su razón crítica y se sumerge en un conjunto con un alma colectiva. Las multitudes son inestables, sugestionables, crédulas y volubles. Cuando las atrapa una idea simple que expresaba un sentimiento profundo, se sienten invencibles e irresponsables; sus integrantes son entonces capaces de comportarse como bárbaros, pero también como héroes.
Un tipo singular es la multitud electoral. Por entonces, el sufragio universal parecía equívoco y poco predecible. Le Bon no cree en la educación, la gran esperanza republicana; puede educarse al individuo pero no a la multitud. Pero más riesgoso que el voto es la opinión pública, tan intensa como voluble, que suele arrastrar al mismo parlamento, convirtiéndolo en una multitud.
Luego de agitar los fantasmas de la nueva sociedad de masas, Le Bon tranquiliza a sus lectores. Hay una solución: “conocer el arte de impresionar a las masas equivale a conocer el arte de gobernar.” Como Maquiavelo en “El príncipe”, Le Bon llegó a tener un grupo de lectores atentos y prestigiosos: Mussolini, Hitler, Lenin; también Teodoro Roosevelt, Winston Churchill y Juan Domingo Perón.
La clave está en el jefe -les dice Le Bon-, que como el pastor, conduce su rebaño. Debe ser un hombre de acción y no un pensador. Un hombre fascinado por una creencia, con algo de profeta y algo de apóstol, que como el predicador evangélico conozca el arte de conducir a la multitud, manipulando la imaginación y la palabra.
En 1895 no existía la radio, pero ya había especialistas en propaganda de mercado, así como artistas de la política. Entre ellos se destacaron el inglés Gladstone, que hablaba como un predicador, y los vieneses Schönerer y Lueger, a quienes admiró Hitler. También Teodoro Herzl, un artista de la palabra y la escenificación, que desde París guió a los judíos hacia el sionismo.
Para Le Bon, el jefe debe afirmar una idea simple, libre de razonamiento y de prueba. Debe sorprender usando palabras conocidas con sentidos nuevos, y palabras nuevas que expresen algo conocido. Debe repetir machaconamente los mismos términos, para que se inserten en la mente, o como empezaba a decirse, el inconsciente.
El jefe debe apoyarse en las ilusiones de sus seguidores, “pues quien desilusiona pierde”. Debe identificarse con los sentimientos de su gente, convertirlos en imágenes sensibles y modular sobre ellas, para ir empujando a su grey hacia donde quiere llevarla.
Pero además, un líder debe hacer gala de una facultad misteriosa -un carisma, comenzará a decirse- que lleve a su grey a suspender su capacidad crítica y aceptar lo que la razón individual consideraría inverosímil.
Le Bon ha difundido en el análisis político ideas nuevas que pronto se harán comunes: el inconsciente, las pasiones, la manipulación. Inútil preguntarse cuánto hay de originalidad. Lo cierto es que muy pronto entrarán dentro del lenguaje corriente. Max Weber desarrolló la idea del liderazgo carismático de masas. G. Sorel le encontrará utilidad para establecer el mito de la violencia. Ortega y Gasset -un formidable divulgador- desarrollará la idea de la rebelión de las masas. Oswald Spengler -otro que teorizó los lugares comunes- le encontrará un lugar en su explicación de la decadencia de occidente. Muchos caminos se cruzan en el diagnóstico de Le Bon. Todos lejanos de la ilusión democrática y republicana. Todos cercanos a nuestra realidad.
*El autor es Historiador - Especial para Los Andes