En la última década del siglo XX se impuso a pleno la globalización en su faz tecnológica y financiera. Se masificó la difusión de las nuevas tecnologías, pero las finanzas se desbocaron ante una política que apenas sobrevivió sumamente atrasada con respecto a las nuevas tendencias, ya que se volvía imposible conducir un mundo globalizado con Estados nacionales y además con escasa integración entre sí.
La utopía de ese nuevo tiempo fue que la democracia liberal capitalista se impondría en todo el mundo casi casi por la mera inercia de la evolución. Pero abandonada a sí misma, sin que nadie desde la política la condujera ni la cabalgara, la evolución se desmadró. Y entonces se impuso a pleno lo que se popularizó como “neoliberalismo”: la especulación financiera se convertía en la nueva fuerza histórica que demolería todo lo viejo licuándolo e impondría todo lo nuevo bajo lo conducción de los brujos del presente, los Ceos, managers encargados de liberar, con sus recursos multiplicables al infinito, al mundo de sus cadenas. Así, con una vivienda que se hipotecaba se compraban dos y entonces todos se enriquecían sólo poniendo la plata a interés. Magia pura.
Esa distopía apenas iniciada ya comenzó a mostrar sus lados flacos. Primero fue el efecto Tequila en México 1994, pero de allí en más una serie de advertencias sísmicas estallarían por todo el mundo más o menos periférico hasta llegar en 2008 al corazón del imperio occidental con la implosión brutal del capitalismo basado en la especulación financiera. Los políticos primero intentaron dejar librada a su suerte a las empresas y a los Ceos responsables de la catástrofe. De allí la quiebra del gigante Lehman Brothers, pero allí nomás se dieron cuenta que si dejaban caer a todas las empresas de servicios responsables del caos, se derrumbaría el sistema entero, pues la sangre del nuevo capitalismo corría por esas venas financieras que se abrieron haciendo sangrar al mundo.
La respuesta final le tocó a un tipo razonable, Barack Obama, quien fue el primero que intentó recuperar la conducción política de la globalización, pero no le quedó más remedio que utilizar todos los recursos de los Estados para salvar a los especuladores ya que sino se llevaban puesto al sistema: “Sé lo impopular que es ser visto como salvador de los bancos en este momento.... (pero) tengo la intención de hacer que estos bancos sean plenamente responsables de la asistencia que reciben”, dijo el presidente premio Nobel de la Paz, tratando de justificar lo inevitable. Para salvar al mundo había que salvar a los que casi lo hacen volar por los aires.
Y en eso estábamos en este año de 2022, curando malamente las heridas, cuando otra enfermedad se introdujo en las venas aún abiertas de la globalización: el pasado que Trump intentó recuperar para los EEUU, lo asume ahora Vladimir Putin para Rusia aprovechando los intersticios fallidos que tienen en jaque a Occidente por sus propios errores. Putin intenta construir una especie de popurrí de todo lo malo del pasado ruso juntando en su sola persona a Iván el Terrible y Stalin, como una gran avanzada reaccionaria contra todo tipo de progreso.
Sin embargo, esta vez parece haber habido una respuesta diferente del mundo frente al nuevo desafío. La globalización está actuando desde la política y no desde las finanzas. No tanto por lucidez sino debido a las necesidades provocadas por la invasión del nuevo zar, quien va entendiendo con qué armas lo están atacando cuando dice que le están librando una guerra económica. De eso se trata, de la economía al servicio de la política por primera vez desde 1990.
En apenas unos días, un mundo políticamente atrasado frente a la globalización tecnológica y financiera, se pone al día para combatir a un chiflado que piensa en términos de guerra fría en lo que se refiere a tácticas bélicas y con una cosmovisión zarista imperial. Un tipo que invade con las armas y amenaza con el arsenal nuclear. Peligrosísimo como si todo el pasado hubiera reaparecido. Y a la vez, sin tener nada muy en claro, el mundo se reorganiza rápidamente para repelerlo. Sabiendo que si la política no se pone al día con la globalización todo puede volverse ingobernable con la proliferación de los Putin o los Trump, ejemplares de una misma concepción retrógrada, que quieren recuperar viejas glorias ya definitivamente fenecidas en su capacidad de construir algo, pero aún vigentes en su capacidad de destruir mucho.
La estrategia de Trump intentando retornar a los tiempos de apogeo del imperio pero con nacionalismos cerriles en pugna, es la misma idea que hoy bosqueja Putin: imperios con ideologías nacionalistas, conservadoras y fundamentalistas que buscan reconstruir sus esferas de influencia a la vez que se aíslan unos de otros como mundos separados. Globalización antiglobalista y profundamente reaccionaria.
Sin embargo, frente a este nuevo desafío a la modernidad, aparece un cambio de época inesperado por la rapidez, que ya se estaba gestando. Porque la globalización cuando es conducida por la política en vez de civilizaciones en pugna, lo que busca es organizaciones mayores a la nación para integrarse entre ellas a partir de sus fortalezas, no para aislarse unas de otras, cada cual cumpliendo un papel. Un tipo de globalización que, de imponerse, más bien debería llamarse universalismo.
EEUU es hoy el imperio romano del siglo XXI, centro del mundo, quizá en decadencia pero una decadencia a la que aún le quedan décadas de hegemonía, como le ocurrió a Roma. A su vez, China, aunque no pueda decirlo, no está contenta con su socio ruso porque ella quiere ser como la Inglaterra del siglo XIX: dominar el mundo a través del comercio internacional y no de la guerra militar, a la vez que desarrolla internamente un capitalismo salvaje pero ferozmente efectivo.
Lo cierto es que ni EEUU ni China ni nadie quiere la guerra convencional, nadie quiere volver al pasado. Salvo Putin que parece no haber encontrado su lugar en la globalización y entonces se lo quiere inventar desafiando al mundo. Aunque cuando atacó Ucrania no supiera que el papel al que lo tenía destinado el drama de la historia, es al del villano que uniría políticamente al mundo global en contra suya. Y los cambios se producirían en días o semanas, de manera sorpresiva. Ya estaban madurando pero faltaba la excusa para implementarlos.
Es una pena que Argentina no esté participando sino periférica y forzadamente de los nuevos cambios mundiales, por una irracional simpatía hacia Rusia y Putin debido a un añoso sovietismo estilo guerra fría que cree ver en Rusia al enemigo del imperio yanqui, como hace unos años atrás vio en Irán al principal enemigo del neoliberalismo, aunque fueran ambos reaccionarios infernales. Una visión geopolítica -la argentina- esclerosada, ideologizada y además vergonzante porque siempre debe retroceder. Pero aun así, otra vez, aunque nos arrepintamos a medias de nuestra nostálgica estudiantina, igual quedamos del lado sospechoso de la historia. Con la paradoja que todo esto nos beneficia coyunturalmente porque el mundo quiere terminar cuando antes con el riesgo de un default argentino para cerrar frentes de conflictos menores y ocuparse exclusivamente de lo más importante, que es el desafío de Putin a las venas abiertas de la globalización.