Las líneas rojas de la ética de Pedro Sánchez son borrosas. El jefe del gobierno español las traspasó varias veces para lograr sus objetivos políticos. Pero esta vez, ha ido demasiado lejos para quedarse donde está: el Palacio de la Moncloa.
Si sus escrúpulos fuesen más grandes que su codicia de poder, habría intentado un gobierno de “gran coalición” con el candidato más votado en las elecciones de julio, el conservador Alberto Núñez Feijoo, o habría propuesto repetir los comicios porque ni el primero ni el segundo tenían los escaños parlamentarios suficientes para hacer un gobierno institucionalmente serio y responsable.
En lugar de eso, salió a comprar votos para su investidura y los pagó con la chequera institucional, resquebrajando la igualdad ante la ley y también el mapa de España.
No sólo la derecha dura y la ultraderecha ganaron las calles para protestar contra un líder inescrupuloso que, para seguir en el poder, puso en riesgo la unidad del reino. Los verdaderos demócratas españoles, que son muchos y que abarcan buena parte de las bases del PSOE, también acusan a Sánchez de “traicionar a España” para prolongar su estadía en La Moncloa.
Sucede que para alcanzar los votos parlamentarios que necesita su investidura, pagó con la amnistía a Carles Puigdemont el apoyo de Junts per Cat, el partido independentista que realizó el referéndum soberanista del 2017, violando leyes y la Constitución del país.
Oriol Junqueras, el vicepresidente del gobierno que encabezaba Puigdemont, así como la presidenta del parlament, Carmen Forcadel, y otros miembros del gobierno separatista, se quedaron a afrontar las consecuencias, afrontaron juicios y estuvieron en prisión. Pero Puigdemont y sus lugartenientes huyeron. A ellos, Pedro Sánchez les pagó con impunidad sus votos para la investidura.
Por eso una ola de españoles colmó las calles. Tan indignante es el paso que dio el líder del PSOE para aferrarse al poder, que tapó otro acontecimiento sísmico.
En el centro de Madrid, sicarios posiblemente al servicio de Irán dispararon a la cabeza a un dirigente histórico de la derecha española. Mientras una ambulancia llevaba a Alejo Vidal-Quadras al Hospital Gregorio Marañón, entre las sospechas que danzaban en círculos policiales aparecía Irán, porque el régimen de los ayatolas venía acusando a ese dirigente que presidió el PP en Cataluña y es cofundador de Vox, de ayudar a exiliados iraníes que “conspiran” para derrocar el sistema teocrático persa.
Eso hacía Vidal-Quadras: apoyar a las organizaciones del exilio iraní en España, para que puedan seguir luchando contra el Estado fundamentalista.
Que hayan intentado matar a Vidal Quadras debió ser portada de todos los medios. Sin embargo, se superpuso otra noticia que relegó a un segundo plano el atentado y el riesgo de que desemboque en una escalada de tensiones entre Europa y el régimen de los imanes chiitas.
La codicia de poder que pactó, entre otros, con el partido separatista vasco Bildu, heredero del Herri Batasuna, que fue el brazo político de ETA, opaca el discurso de Sánchez tratando de justificar, con la coartada del “gobierno progresista”, acuerdos que resultan revulsivos para una parte significativa de la sociedad y de su propia fuerza política.
Felipe González, máxima figura del PSOE por los roles históricos que cumplió y por sus exitosos gobiernos, denuncia que Sánchez ha ido más allá de lo aceptable.
Felipe González encabezó gobiernos durante trece años consecutivos. Muchas veces acordó con el nacionalismo catalán que lideraba Jordi Pujol con el partido Convergencia i Unió (CIU), así como también con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y la Coalición Canaria, pero las concesiones que otorgaba ampliaban autonomías y devolvían derechos culturales que habían sido conculcados por el régimen franquista. Jamás hizo acuerdos que pusieran en riesgo la unidad del reino.
Al plan para seguir en la presidencia, Pedro Sánchez lo trazó ni bien quedaron quietos los números del escrutinio de la elección realizada en julio. Mientras Alberto Núñez Feijoo festejaba su triunfo, Sánchez miraba con una sonrisa socarrona.
Los números mostraban una cuadratura de círculo para Núñez Feijoo. El líder del PP fue el más votado, pero para lograr la investidura necesitaba el apoyo de Vox y el de fuerzas regionales como el PNV, que jamás apoyaría un gobierno en el que esté el partido heredero del falangismo, porque esa ideología que esgrimió la dictadura centralista y castellanizante de Franco se opone a las autonomías y restringe el reconocimiento de las culturas que componen la diversidad de España.
A Núñez Feijoo, sin Vox no le alcanzaba y con Vox perdía otros apoyos también indispensables para gobernar.
El líder del PSOE no la tenía más fácil. Los apoyos que necesitaba estaban más allá de las líneas rojas de la ética política. Pero como las de Pedro Sánchez son borrosas, las traspasó.
* El autor es politólogo y periodista.