La vez del campamento en la montaña

Después de esa experiencia tuve algunos otros campamentos que en mi memoria se registraron como recuerdos neblinosos, pero el primero que me hicieron experimentar esas dos seños extraordinarias, se fijó para siempre como sinónimo de la alegría.

La vez  del campamento  en la montaña

Las instrucciones para armar la carpa se me hicieron incomprensibles, pero confié en que mis compañeras entendieran lo que teníamos que hacer. Cavar una zanja nos pareció innecesario y demasiado arduo, entonces lo salteamos. Nos arrepentimos esa misma madrugada, cuando todo fue caos y confusión.

En el quinto grado de mi escuela primaria, la Normal Tomás Godoy Cruz, ocurrieron algunas cosas que marcaron un antes y un después en mi vida escolar. Pasamos de tener una maestra a tener dos: una para Matemática y Ciencias Naturales -la seño Adriana-, y otra para Lengua y Ciencias Sociales, -la seño Rosana-. Ellas dos, que serán para siempre inolvidables, nos llevaron de campamento por primera vez. Nos sentíamos adultos.

Las clásicas hileras de álamos que caracterizan a la zona de Potrerillos se empezaban a poblar de hojas verdes esa primavera del año que enfrentamos la Guerra de Malvinas. Éramos casi sesenta estudiantes, algunos pocos padres y madres, y las maestras. El trayecto en micro hacia el camping fue un único y gran loop, en el que no paró de sonar -a un volumen francamente intolerable-, uno de los mayores hits de la historia de la música internacional: Thriller, del rey del pop Michael Jackson. Lo reproducíamos en radiograbadores portátiles, lo bailábamos entre las hileras de asientos, lo cantábamos, lo gritábamos.

Cuando nos acercábamos al destino, el aire tibio se confundía con el perfume a jarilla y el humo de los fuegos, que anticipaban la cocción de diferentes cortes de carne a la parrilla. El azul, ladrillo y ocre se recortaban en el horizonte y enmarcaban la Cordillera de Los Andes en el camping que sería nuestro hogar por dos días.

Limpiar el terreno y cavar una zanja alrededor del lugar del emplazamiento de la tienda, fueron las dos primeras tareas que nos asignaron. Éramos seis, para dormir en una carpa de cuatro y, en lugar de poner manos a la obra, no podíamos dejar de reírnos. Dividimos las responsabilidades y yo moví palitos, hojas, piedras, pero no ayudé demasiado con el armado porque jamás lo había hecho y no entendí la explicación que nos dieron. La dueña de la carpa sabía: tensó cuerdas por allá, fijó soportes por acá y nuestro refugio estaba listo para habitarlo. Salimos corriendo sin cavar alrededor, porque pensamos que era injustificado y no queríamos perder la excursión a un cerro cercano donde teníamos la primera competencia por equipos.

Las actividades propias del campamento se sucedían a ritmo sostenido y había varias metas que lograr hasta el final del día.

Hasta cuarto grado las maestras para mí habían sido figuras de autoridad, comprensivas, semimaternales, correctas en la enseñanza de contenidos, pero tal vez algo distantes. Las dos de quinto eran menos de 20 años mayores que nosotros, pero más allá de su juventud y lo que sentíamos como una cercanía emocional, derrochaban energía y eran nuestras compinches en esa vitalidad desbordante y un poco agotadora de los niños. Hablaban nuestro idioma generacional: entendían de figuritas -como la famosa tarántula del Reino Animal-; conocían nuestro amor incondicional por tomar la leche con nuestros héroes televisivos Carozo y Narizota cada tarde y escuchaban nuestra música.

Eran infalibles para mantener la atención de todo el grupo con juegos y chistes que servían como recurso didáctico. Así, en plena clase de Historia, la seño Rosana empezaba a bajar paulatinamente el volumen de su voz, que casi no se escuchaba. O en el medio de una explicación sobre sujeto y predicado cambiaba del castellano al inglés sin advertencia, como si nada.

La seño Adriana tenía esa dosis exacta de ternura que precisábamos los chicos de 10 años, con la rigurosidad que exigían los contenidos que nos enseñaba. Transmitía la confianza que necesitábamos en momentos de frustración o tristeza. Y lograba comunicar sus conocimientos con eficiencia y pasión, tan acabadamente, que ninguno de nosotros sospechó que su vocación también estaba vinculada a la Historia del Arte, o a un exitoso proyecto que desarrolló durante muchos años en Los Andes, El diario en la escuela.

Durante ese día superamos búsquedas del tesoro a las que siguieron infinidad de competencias deportivas y disfraces durante toda la tarde. Casi no quedaba luz natural cuando los adultos encendieron la fogata infaltable en cualquier campamento que se precie. Después de comer se sucedieron las canciones y los infaltables cuentos de terror.

Y llegó el momento de ir a dormir, pero estábamos a millones de millas de distancia del cansancio. Como es comprensible, las risas y el miedo que causaron las historias diseñadas para asustar hicieron imposible conciliar el sueño hasta que prevaleció el agotamiento. Descansamos como por 20 minutos. Nuestro despertar fue confuso, repentino y violento. Un enredo de piernas, brazos; un desorden de frazadas, bolsos y camperas se aderezaban con barro, agua y la lona de la tienda que filtraba agua por todos lados. Una lluvia finita coincidía con el amanecer en la montaña y nuestra carpa, mal armada, cedió y se desplomó encima nuestro.

El campamento terminó con un asado que reunió a todas las familias con varias docenas de empanadas mendocinas, jugosas, con una oliva y huevo duro. Mis padres llegaron con mi hermano menor, famoso en la Escuela porque la directora lo ponía como ejemplo del uso adecuado del uniforme en la formación. Siempre impecable: peinado con gomina, pantalón gris, zapatos lustrados, guardapolvo blanco impoluto y corbata; lo que le valió no pocas burlas que terminaron en algunos intercambios pugilísticos y un ojo morado cada tanto.

Después de esa experiencia tuve algunos otros campamentos que en mi memoria se registraron como recuerdos neblinosos, pero el primero que me hicieron experimentar esas dos seños extraordinarias, se fijó para siempre como sinónimo de la alegría.

* tinafunes@gmail.com Tw:@FunesMartina

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