El primer discurso presidencial de Joe Biden es el más relevante de los que ha dicho, mientras que en el último discurso de Trump como presidente, lo más relevante fue lo que no dijo.
El nuevo mandatario habló de restaurar la democracia, la decencia y la verdad, poco después de que el magnate neoyorquino dejara Washington deseándole “suerte y éxito”, pero sin admitir que lo venció en una elección limpia y por ende es un presidente legítimo.
En las primarias del Partido Demócrata y en la campaña por la presidencia, Biden había sido una figura opaca que chapoteaba superficies en lugar de bucear profundidades. No lo propulsó a la victoria una exposición esclarecedora del trance histórico, sino el simple hecho de que la boleta con su nombre era la llave para cerrar un capítulo oscuro y perturbador.
Biden ganó porque la mayoría se sentía agobiada por una “egocracia” grotesca. La elección mostró que eran más quienes padecían agotamiento moral por el personalismo ampuloso que hizo de la mentira un sistema. Eso que el ex consejero de Seguridad John Bolton definió como “una aberración política”.
La cuestión de fondo desde que Trump llegó al poder, siempre fue poder arbitrario contra poder limitado; confrontación contra diálogo; intolerancia racial y cultural contra pluralismo y diversidad. En síntesis: autoritarismo versus democracia.
Pero el discurso de Biden merodeaba estas cuestiones sin contundencia. Sin embargo, el hombre gris de las primarias y de la campaña por la presidencia trastocó en un líder firme y lúcido cuando Trump empezó a conspirar para destruir la decisión electoral. La figura de Biden creció en la adversidad. Esa situación plagada de amenazas, en lugar de fatigar al veterano demócrata, hizo aflorar en él un vigor insospechado.
En su primer discurso como presidente planteó la cuestión de fondo: “la democracia y la verdad han estado bajo ataque”. Que tantos millones de norteamericanos crean que hubo “un fraude masivo” para llevar al poder a “un títere de China” y entregar el país a “comunistas”, prueba el carácter delirante de las teorías conspirativas de la ultraderecha.
Ese espectro de acechanzas era lo que Trump debía conjurar antes de dejar el gobierno. Para desactivar la carga de violencia que él había activado, debía decir de modo claro que Biden es un presidente legítimo porque ganó una elección sin fraude.
Como no dijo lo que tenía que decir para conjurar el peligro que había engendrado, Trump dejó a Biden en la mira de organizaciones extremistas y de fanáticos exaltados.
Al no haber precedentes de un liderazgo personalista y autoritario atacando la democracia norteamericana, es difícil saber qué ocurrirá con Trump. Es probable que la furia trumpista se diluya y que el Partido Republicano se libere de la egocracia que lo sometió. Pero no haber conjurado el espectro que él alimentó con teorías conspirativas, despierta fantasmas en una historia plagada de magnicidios. Dos presidentes, Abraham Lincoln y James Garfield, fueron asesinados en el siglo XIX. El siglo XX comenzó con el asesinato de William McKinley en 1901. Las balas de Oswald acribillaron en 1963 a John Kennedy, cuyo hermano Robert cayó abatido en Los Ángeles en 1968, el mismo año en que murió baleado Martin Luther King en Memphis.
Otros presidentes sufrieron fallidos atentados. Ronald Reagan sobrevivió a los disparos de John Hinkley y Gerald Ford fue blanco de dos intentos de asesinato.
No hace falta agregar a la lista magnicidios de otro tipo de celebridades, como John Lennon, para percibir ese rasgo de violencia tan particular de Estados Unidos como las recurrentes masacres en shoppings, escuelas y otros espacios públicos.
En 2020, el FBI infiltró un agente en la organización Vigilantes de Wolverine y desbarató una conspiración para secuestrar a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer.
Esa milicia adhiere fervientemente a Trump y expuso su carácter violento cuando decenas de sus miembros con fusiles de asalto ocuparon el Capitolio de Lansing, la capital de Michigan.
De una milicia como esa salió Timothy McVeigh, el ultraderechista que en 1995 voló el edificio Murrah en Oklahoma, causando 168 muertes.
El propio Trump puede quedar en la mira del extremismo violento del que se valió para atemorizar a propios y ajenos, así como en su último intento de destruir la elección que perdió mediante una turba furibunda asaltando el Capitolio.
Su última vileza fue dejar el cargo sin reconocer el triunfo de Joe Biden. Salió de la Casa Blanca dejando al nuevo presidente en la mira de un fanatismo deseoso de jalar el gatillo.
*El autor es Politólogo y Escritor.