La soledad de un presidente entre el ser y la nada

Frente a sus reiterados decires y haceres de obsecuencia hacia ella, Cristina le paga a Alberto dejándolo solo en la votación más crucial de su despistada presidencia.

La soledad de un presidente entre el ser y la nada
Alberto Fernández. Foto: Gentileza

Dicen que los pueblos tienen los dirigentes que se merecen o los que se les parecen, pero el presidente Alberto Fernández no es ni un caso u otro, ya que su llegada al poder tiene muy poco que ver con él como mucho tiene que ver con quien lo eligió. Podríamos decir incluso con quien lo inventó porque Alberto es una invención de Cristina y, hasta ahora, poco más que eso. Con los graves defectos de una inventora que suele elegir a vicepresidentes como Amado Boudou o candidatos gubernamentales como Aníbal Fernández. Y que para recuperar el poder debió aliarse con los dos políticos que más gravemente la traicionaron en toda su historia: el citado Alberto y el hoy por hoy exitoso Sergio Massa, principal constructor de un consenso con la oposición que logró hacer autorizar legislativamente un acuerdo con el FMI que Cristina y los suyos odian como si se tratara del demonio.

Pero la Argentina es, por cultura y por constitución, un país presidencialista. Por eso pese a la pusilanimidad mostrada hasta ahora, una y otra vez, frente a la dama que lo eligió, Alberto Fernández se ve obligado (seguramente muy a su pesar, o al menos asustadísimo) a actuar como lo que siempre evitó actuar: como presidente en serio, como presidente con poder.

Ya le ocurrió al inicio de la pandemia cuando las circunstancias lo llevaron a aliarse exitosamente con el Pro de Capital Federal para combatirla. Y con eso no sólo aumentó como nunca su popularidad (ni antes ni después lograría acercarse a ese récord) sino que consensuando hasta el final el manejo de la lucha contra el covid con la oposición -en vez de traicionarla arteramente para quedar bien con Cristina, como hizo- seguramente hubiera actuado mucho mejor de lo que actuó cuando al quedarse solo, el gobierno realizara uno de los peores manejos de la pandemia en el mundo. A partir de allí Alberto no cesó de bajar una y otra vez la cabeza ante su superiora política aunque con cada bajada de cabeza más popularidad perdiera, sin por ello transferírsela a Cristina.

Es que Ella lo conoce a él, mucho mejor que todos los que lo votaron. Alberto fue ese jefe de gabinete eyectado del gobierno de los Kirchner cuando siendo empleado gerencial del matrimonio, les pidió ser su socio y ellos le respondieron que siempre sería empleado. De lujo, pero empleado. Entonces se fue pero en 2019 volvió y aunque él creyó que volvía como socio, hasta ahora no actuó más que como empleado. No obstante, hasta como empleado Cristina lo considera incapaz. Aunque Alberto siempre fue igual. Siempre tuvo problemas entre el dicho y el hecho: dijo con las palabras que no mentía nunca, cuando con los hechos mentía siempre. Habla de una manera y hace lo contrario. Los que lo votaron no sabían eso, o lo sabían pocos, pero Cristina lo sabía, y de algún modo lo eligió por eso, del mismo modo que ahora lo critica por eso mismo. Era bueno para ganar y pésimo para gobernar, Cristina, siendo consciente. corrió el riesgo quizá en un acto de omnipotencia creyendo que éste se dejaría dirigir. Y no es que no se haya dejado dirigir. Se dejó dirigir totalmente. Pero hace las cosas mal, no por desobediencia sino por torpeza. Y ella se enoja por eso, no porque crea que lo traicione sino porque hace los cosas mal al no saberlas hacer bien. Algo en lo que Cristina parece tener razón, pero por malas razones. Porque las pocas veces que el presidente formal hace las cosas bien, la vicepresidenta real se enoja aún más, como cuando se alió con Larreta, que fue algo que hizo bien o ahora que se alía con la oposición que era lo único que podía hacer, pero que Cristina no le puede tolerar porque su electorado propio, el duro, según ella, no se lo permite. Raro electorado que le autoriza votar un pacto con los genocidas iraníes o la estatización de Ciccone para defender a un ladrón como Boudou. Pero que le impide votar un acuerdo razonable que es infinitamente mejor que el default que quedaba como única alternativa si se lo rechazaba. Lo cierto es que ella lo rechaza y la oposición, como en la pandemia, apoya al gobierno pese a que Alberto no se cansó de insultarlos y de amenazarlos hasta con prisión en plena negociación.

Porque este pobre hombre, aun necesitándolos, aun así quería quedar bien con Cristina.

Como cuando apoyó a Putin en el peor momento y en el peor lugar poniéndose en contra de Estados Unidos y del FMI.

Porque este pobre hombre, aun necesitándolos, aun así quería quedar bien con Cristina.

Lo cual ella le paga dejándolo solo en la votación más crucial, hasta ahora, de su despistada presidencia.

Sintetizando, seguimos viviendo la reiteración constante del único método político que conoce Alberto: decir una cosa y hacer otra.

Así, aunque generalmente dice lo que se debe hacer, hace lo que no se debe hacer. Salvo en lo del FMI que es exactamente lo contrario: Alberto esta vez hace lo que hoy que hacer (al menos hasta ahora) pero dice lo que no hay que decir, con lo cual se perjudica doblemente. El cristinismo lo acusará de llevarlos a perder las elecciones por hacer lo que hay que hacer, y la oposición lo trata de débil por decir lo que no hay que decir. ya que aunque acordó con él, este los siguió insultando y amenazando cuando más los necesitaba. Lo mismo piensa Estados Unidos pero no pueden dejarlo solo porque tienen problemas mucho más importantes que complicarse con un default argentino.

En realidad, esta vez, Alberto no hace ni más ni menos que lo que haría cualquiera en su lugar incluso Cristina. La pena es que luego de firmar el acuerdo Alberto no se animará a reformas estructurales. El del Frente de Todos es un gobierno que funge con lenguaje progre de izquierda pero altamente conservador. No puede tocar al sindicalismo corporativo, no puede mejorar la educación, no puede hacer reformas laborales para poner en blanco a los que están en negro, no puede reformar el Estado, no puede bajar el déficit ni los subsidios. Porque todas esas reformas van en contra de una ideología que no quiere cambiar nada, salvo eliminar al periodismo crítico y dominar a la justicia por autoritarismo conceptual y por necesidad de impunidad, sobre todo en las más altas cumbres del poder.

Sin embargo, desde ahora Alberto Fernández está en medio de la nada. Entre una oposición que lo apoyó en un tema estratégico pero que le desconfía profundamente por las traiciones cometidas todas las veces que insinuó acordar. Y entre una vicepresidenta que le desconfía aún más porque desde que asumió lo consideró inútil y ahora quizá lo considere también traidor porque se animó a cuestionarla, aunque no fuera sino porque en su lugar no podía hacer otra cosa. Los únicos que lo acompañan son una armada Brancaleone. Y el peronismo en general está recluido en tribus cada una pensando salvarse a sí misma.

O sea, hoy el presidente está más solo que nadie. Deberá entonces mirarse al espejo y ver como administra esa soledad que hasta ahora, siempre que la sufrió, la solucionó (?) rindiéndose a su superiora. Y así le va yendo.

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