Desde que yo iba a la secundaria (allá por los ‘80) escucho sobre el desinterés de los adolescentes y la dificultad que tienen de apreciar que la proporción es a más estudio, mayores posibilidades de opciones en el mundo laboral.
A partir de la Ley de Educación Nacional 26.206, la obligatoriedad del nivel medio descartó esa “posibilidad” de elección que ejercían algunas familias o algunos adolescentes que sentían que el estudio no era para ellos.
Así, la secundaria que solía ser un espacio de elite -frente a la primaria obligatoria donde había que contener y enseñar a todos los estudiantes- debió recibir y “aguantar” a quienes no querían saber nada con continuar su proceso de aprendizaje en esta “unidad pedagógica y organizada” -tal como la define la ley nacional-.
Mucho se hizo desde entonces para incrementar la matrícula, pero también para analizar variables como promoción (estudiantes que cumplen el nivel), abandono o desgranamiento (estudiantes que salen del sistema), sobreedad (estudiantes que tienen más edad que la que corresponde al nivel medio) y repitencia.
Sin embargo, el foco siempre se pone en las supuestas falencias de chicas y chicos, y las variables externas al sistema que pueden influir en el denominado fracaso escolar.
Entre los docentes abundan los comentarios sobre lo mal preparados que llegan de la primaria; sobre la “dureza” a la hora de entender de tal o cual alumno; sobre lo desordenado o inquieto de tal o cual curso; sobre que los adolescentes de ahora no son como los de antes... Dicen también que es imposible dar clases; que no cumplen con las tareas; que encima no se los puede desaprobar ni hacer repetir ni mucho menos sacarlos de la escuela...
Del otro lado, con la misma impotencia -pero con el estigma de ser rebeldes por naturaleza y por ello con menos peso en su voz- están las y los estudiantes. En sus grupos de WhatsApp se preguntan para qué les sirve lo que aprenden; por qué tienen que escuchar 45 minutos a un profesor que dice lo mismo que un video de 8 minutos que explica mejor y se entiende más fácil; por qué deben estudiar cosas que hace más de 50 años se vienen dando de la misma manera; por qué siguen habiendo docentes que disfrutan siendo el “cuco” de la escuela...
Y la verdad es que -salvo contadas excepciones- no veo mucha autocrítica desde el cuerpo docente.
No podemos dejar de decir que la pandemia de Covid-19 con su bimodalidad y su adaptación a las clases virtuales, después de pasar por un momento de empatía de un lado y otro, zanjó aún más la grieta y la tolerancia fue disminuyendo en ambos sectores.
Como mamá y exdocente de secundaria ante algunos cuestionamientos de mis hijos al sistema, suelo buscar puntos a favor del docente y explicar por qué es importante que aprenda eso o por qué la materia enseña eso de esa manera. Y trato de brindarle herramientas para que pueda expresar su opinión al profe. Pero algunas prácticas no admiten ninguna clase de defensa.
El documento “Transformar la educación secundaria”, publicado por el Cippec, en setiembre de 2019, diagnostica entre otros aspectos que “la fragmentación y organización disciplinar de los contenidos y las estrategias pedagógicas basadas en la exposición, dificultan su conexión con los saberes previos y las vivencias e intereses cotidianos de los estudiantes por fuera del ámbito escolar”.
El cambio de la secundaria está en la agenda de los gobiernos.
Desde la Dirección General de Escuelas la “innovación pedagógica en la Secundaria” está planteada como un eje de gestión 2020/2023. ¿Por qué es necesario ese cambio? Porque se observan indicadores actuales débiles y, de allí, la necesidad de cambios. ¿Para qué? Para que los jóvenes tengan una mayor inserción en el mundo del trabajo, para lograr ciudadanos globales y para prepararlos para estudios superiores. ¿Cómo piensa llegar a esta meta la DGE? Incorporando metodologías activas y creativas, trabajando colaborativamente entre escuelas, difundiendo buenas prácticas.
A nivel nacional, una de la modificaciones que se analizan es incorporar formación para el trabajo a la secundaria orientada. Cada vez hay mayor demanda de estos establecimientos. La propuesta del “saber hacer” sobre el “saber saber” contribuye a disminuir el desfasaje que la escuela secundaria tiene con las expectativas de los adolescentes.