La República se pierde en los Tribunales

La Democracia y la República son instituciones del derecho político. Y son también un instituto jurídico. La Dra. Teresa Day ha sido nombrada Ministro de la Corte de un modo aparentemente legal, sin vulnerar la ley. Pero resulta que la democracia y la república son algo más que un cuerpo legal.

La República se pierde en los Tribunales
Teresa Day

Hace unos años, Los Andes me publicó un artículo que titulé “De la barricada al estrado”. En él hacía una mención crítica del nombramiento como ministro de la Corte del Dr. Mario Adaro. Aquellas palabras quedarían sin sustento ético si yo hoy no pronunciara las que a continuación expreso.

Ante todo, algunas verdades de perogrullo. Verdades que habitan en los lugares comunes a los que debemos acudir de vez en cuando, para que encontremos el parámetro con el que mediremos nuestras ideas. Es una de esas verdades decir que los hombres integran las instituciones y que cuando los hombres –y las mujeres- las envilecen, las instituciones también se envilecen. No hay instituciones malas ni buenas, sino hombres y mujeres que son buenos o malos y que integran las instituciones. Por eso aquello de culpar a las instituciones por algo que nos parece que está mal, es un error, ya que quienes tomaron las decisiones equivocadas, fueron hombres de carne, alma y huesos.

La Democracia y la República son instituciones del derecho político. Y son también un instituto jurídico. La Dra. Teresa Day ha sido nombrada Ministro de la Corte de un modo aparentemente legal, sin vulnerar la ley. Pero resulta que la democracia y la república son algo más que un cuerpo legal. Hans Kelsen decía que es derecho todo aquello que, ya sea a través de una ley, de un decreto o de una orden verbal emitida por quien detenta el poder nos obliga a actuar de algún modo. Pero ya lo dijimos, la democracia y la república son algo más que un conjunto de normas. Dejemos descansar a la democracia, porque con esta palabra se han justificado cientos de regímenes totalitarios. Hablemos de la república. Acá no podremos escondernos demasiado de sus claros preceptos. La república, que inventó el debido proceso, que inventó la ley previa para juzgar cualquier conducta, que precisa de la ley en todo momento, que es la progenitora del llamado estado de derecho tal cual lo concebimos en la modernidad, es, además de un sistema jurídico, de un sistema de gobierno, una manera de conducirse en la vida pública, una forma de vida elegida por una comunidad. Para que la república se vea honrada, no basta con cumplir y hacer cumplir sus leyes, sino que los actos de quienes la dirigen deben apoyarse sobre una absoluta legitimidad.

Volviendo a las instituciones, a los hombres y a las verdades de perogrullo, cabe decir a la inversa de lo que dije al iniciar estas reflexiones: detrás de cada hombre hay un plexo de valores que sustentan su personalidad, detrás de cada hombre y de cada mujer que ocupa un cargo público, hay siempre una institución que lo sostiene. Los ministros de la Corte provienen todos de una familia, lo cual es una obviedad, muchos pero no todos provienen de una afiliación partidaria, otros de concepciones académicas e ideológicas y otros de logias o de sectas religiosas. La flamante ministro ha expresado que no es militante de ningún partido político. Pero cabe reflexionar que no solo en los partidos se milita. “La vida es milicia” expresa Séneca en el siglo I d.C, y repite el mismo juicio José Antonio Primo de Rivera, el creador de Falange Española, del fascismo español, casi diecinueve siglos despúes.

El primero lo hizo desde su cosmovisión filosófica estoica y el segundo lo hizo desde su trinchera política del integrismo católico. ¿En cuál de ambas acepciones se encuentra por ejemplo, la flamante jueza de la Corte? ¿Se hacen estas preguntas los gobernantes de turno a la hora de proponer jueces? ¿Se detienen a pensar, por ejemplo, si con una u otra designación la Justicia tomará un rumbo confesional o tomará el que corresponde a una república seria y laica? Eso sí, todo dentro de la Ley, en un sentido Kelseniano de la expresión. Los gobernantes no miran nunca si el candidato a juez o jueza tendrá, por ejemplo, perspectivas de género, o si valorará el derecho a una muerte digna o a un aborto, si serán o no imparciales a la hora de dictar sentencias, si tienen bajo su piel sentimientos de odio o si pertenecen a un sector de fanatismo político, ideológico o religioso de nuestra sociedad. Los gobernantes que proponen jueces hacen una mirada escueta y mezquina a la hora de elegirlos. En los últimos años solo han tenido en cuenta la posibilidad de generar nada más que una mayoría adicta y automática al poder ejecutivo, por si les hace falta para obtener algún viso de legalidad sobre una decisión dudosa, como por ejemplo un pliego licitatorio controvertido. Esto lo hemos visto muchas veces en la Nación y de ambos lados de la grieta, siendo el caso más paradigmático los jueces de “Justicia legítima” y según parece, lo seguiremos viendo en nuestra república vernácula, pero en este caso del otro lado de la grieta.

No pretendo denostar en absoluto las cualidades personales de la Dra. Day. Se cuestiona no la legalidad, sino la legitimidad de su nombramiento. Su nombramiento respondió más a una pulseada política que al libre juego de ideas que se debaten en democracia. Su nombramiento casi en secreto, subrepticio, a escondidas, pareció más el capricho del príncipe –o en este caso de Cornejo que sería el príncipe saliente- que del meduloso análisis que los hombres y mujeres que componen el Estado todo -esto es de los tres poderes del Estado- hacen sobre una cuestión en particular.

El gobierno eligió el camino de la fuerza que le dan los números en la legislatura. Sin mayores dilaciones, sin prórrogas para continuar la discusión hasta dilucidarla. El gobierno prefirió ampararse en la legalidad del proceso de nombramiento de la flamante ministro, más que en la legitimidad del mismo. Prefirió prescindir en esta ocasión de lo que se llama “el acto público legitimado”. Al gobierno provincial no le importa que quede en el inconsciente colectivo la duda, no le importa que quede en la memoria de todas las personas, flotando eternamente, la pregunta que sobrevuela y sobrevolará nuestras conciencias: ¿Reúne o no reúne la Dra. Day las condiciones exigidas para ocupar el cargo? ¿Es o no es necesario haber tenido un ejercicio profesional de diez años o haber ejercido cargos por igual término de años en la judicatura?

Cada vez que la Dra. Day emita un voto en el futuro, que podría ser mañana mismo, decidiendo una cuestión de derecho entre particulares que dirimen una disputa judicializada que ha llegado al más alto tribunal, la parte perdidosa pensará con algún atisbo de derecho: “he perdido mi juicio por culpa de una jueza que no debería haber sido jueza”. Este solo pensamiento pone en duda todo, absolutamente todo el sistema sobre el que se apoya la república.

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