Después de indignarse en público con Alberto Fernández, Cristina Kirchner se replegó en silencio durante una semana de campaña. Toda la atención quedó centrada en el Presidente, que ofreció dos nuevos motivos para la frustración general: su defensa ante la imputación judicial por el escándalo de Olivos y su reivindicación de la violencia discursiva y el adoctrinamiento en las escuelas.
La precuela protagonizada por Cristina y la secuela que intentó el Presidente dan cuenta de cómo el oficialismo intenta adaptarse a la nueva emoción dominante en la campaña: el clima de indignación con la política. Algo que venía incubándose en el fracaso de la gestión sanitaria y el agravamiento de la crisis económica. Y que detonó con el “Olivosgate”.
El repliegue temporario de Cristina es su percepción de la campaña. Acaso haya resuelto apostar todos los esfuerzos de su estructura a la conquista del voto cuerpo a cuerpo. Extremando los recursos de captación que le ofrece la expansión de la emisión monetaria. Y abandonando a Alberto Fernández en la escena mediática.
Las razones del Presidente para ocupar esa escena del modo en que lo está haciendo son más enigmáticas. Cabe presumir dos opciones: una pulsión inmanejable y desaprensiva por los efectos de sus apariciones públicas; o un abrazo de naufragante, despechado y vengativo, como reacción al maltrato al que lo somete Cristina.
El Presidente ha sido imputado por la presunta comisión de un delito. La noticia sería grave en cualquier contexto. Peor en este caso por su transparente simplicidad. La violación normativa en juego es entendible hasta para el más ignorante de los legos y las evidencias son contundentes: fotos y filmaciones de quienes transgredieron la ley.
Esto explica que la presentación que hizo Fernández ante la Justicia tenga lagunas de irracionalidad tan vastas como para sostener que debe ser considerado inocente porque “nunca fue motivo del encuentro propagar de ningún modo la pandemia que nos acosa”. No era necesario aclarar que la estulticia no es delito. Mencionarlo sólo recuerda que también la necedad puede ocasionarlo.
Pero la defensa jurídica escrita por el propio Fernández insiste en la misma senda. Sostiene que para asistir al cumpleaños en cuestión estaba exceptuado de las restricciones circulatorias que estableció en su decreto. Porque era autoridad superior del Estado, personal esencial. Otra vez el índice del Presidente señalando a su compañera, Fabiola Yáñez. Que para organizar su festejo de cumpleaños carecía de esas mismas condiciones de excepción.
La incomodidad jurídica de Alberto Fernández puede entenderse. Después de todo, asumió como abogado el patrocinio de un acusado indefendible. Pero, en tal caso, ¿era necesario insistir antes con el desvarío de explorar el expediente usando la torpeza de Gregorio Dalbón?
Mientras buena parte de la sociedad se hacía estas preguntas, Alberto Fernández entrevió un nuevo incendio en el horizonte y se arrojó a las llamas con mayor enjundia.
La polémica por el trastorno de una docente que agredió a un alumno (balbuceando desesperada frases de un panfleto político que se le escondía entre los pliegues del olvido) tenía destino corto. Era un caso que con buen tino estaban resolviendo funcionarios del gobernador Axel Kicillof y el ministro de Educación, Nicolás Trotta.
Alberto Fernández salió a respaldar el desquicio. Sembró una duda peor: ¿qué nivel de equilibrio evidencia el elogio del desequilibrio?
¿En qué laberinto de recuerdos inmediatos anda la idea de debate en el Presidente que sólo él puede encontrarla en el griterío de esa maestra enojada con su alumno, desbordada y sin argumentos y al borde del infarto?
¿Qué secretas evocaciones le despierta esa crispación insalubre que sólo merece la atención para ofrecer un piadoso vaso de agua, bien que no son tiempos éstos para beber de la botella?
Tal vez ese sea el modo en que Fernández, tras el repliegue de Cristina, cree sintonizar con el clima de indignación social.
No es el único al cual lo acecha esa novedad colectiva. Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal subieron al tope el decibelaje de sus declaraciones porque la exasperación del oficialismo ya no les deja espacios para sus propuestas conciliadoras con los que se identifican con el fanatismo hiperventilante como modelo de debate público.
El problema, para la oposición, es que la indignación la amenaza desde otro flanco. El estilo del insulto que buscan imponer desde hace tiempo candidatos como el economista Javier Milei se ensañó con Rodríguez Larreta pero encontró un guiño desde Mauricio Macri.
Ambas parecen ser maniobras guiadas por encuestas. Aunque, con la misma fragilidad de siempre, las encuestas sólo están entregando una conclusión de perogrullo: lo único predecible del año electoral es la constatación de lo impredecible. La nada misma, en powerpoint.
Mientras, el rumbo general que ha tomado el país aflige. Las piruetas de la política para acomodarse al clima social imperante están llegando tarde a fenómenos graves de violencia real.
Un político en campaña fue baleado en Corrientes; una banda de narcos y sicarios ostenta en Rosario increíbles niveles de impunidad; sindicalistas mafiosos se cruzan en La Plata amenazas de muerte en videos tenebrosos, con máscaras y armas de grueso calibre.
Sin que el poder político alcance a entender que ese país le pertenece.
*El autor es de nuestra corresponsalía en Buenos Aires.