La pandemia y el “anarcoboludismo”

Los países que mejor van controlando la pandemia son en los que hubo menos gente violando la distancia. Los países con menos “anarcoboludismo”

La pandemia y el “anarcoboludismo”

Al escucharme perorar angustiado sobre un aspecto a la vez trágico y patético de la pandemia, Alberto Amuchástegui, minucioso analista con vocabulario frondoso para describir libros y escenarios sociales, recurrió a un término elocuente para calificar el fenómeno. Lo llamó “anarcoboludismo”.

La historia muestra distintas formas de anarquía. La palabra que enarbolaron revolucionarios como Bakunin, Proudhon y Kropotkin, denominó a los movimientos que pretendían la abolición de la propiedad privada, el Estado, el gobierno y toda forma de poder de unos sobre otros, más tarde se fusionó con otros términos dando lugar a conceptos como anarcosindicalismo, anarcocomunismo, anarcocapitalismo, anarcoindividualismo etcétera. Y en el escenario de la primera pandemia global irrumpió el “anarcoboludismo”. Un término adecuado para describir el rasgo deplorable que muestra demasiada gente en todo el mundo.

Sucede que, entre las principales causas de los brotes y los rebrotes de contagios, está la increíble estadística de fiestas multitudinarias, reuniones familiares numerosas, celebraciones de cumpleaños, nacimientos y casamientos con muchos invitados, asados de amigos, encuentros deportivos y otros eventos que generan aglomeraciones.

Todos los días en todos los rincones del planeta y también en la Argentina, se reportan cantidades de eventos que reúnen decenas, centenares o miles de personas, a pesar de estar tan claro el peligro que eso implica. Todos los días las crónicas hablan de gente que se amontona a bailar, beber, festejar o lo que sea, sabiendo que en ese tipo de reuniones saltan las chispas que encienden nuevos focos o reavivan los que estaban extinguiéndose.

Bajo el imperio del coronavirus, el festejo multitudinario pasó a la clandestinidad. Quienes participan en fiestas subrepticias se justifican invocando la amistad, el afecto familiar, la libertad y otras razones bastardeadas para camuflar de necesario lo peligroso y prescindible.

A esta altura de la pesadilla que está costando miles de vidas y debacles económicas ¿qué es lo que no se entiende? Está claro que el virus convierte a cada persona en un arma que dispara contagios, desatando una cadena en la que habrá muertos. No hay dudas de que cada contagiado es, al mismo tiempo, un eslabón y un Big Bang en el efecto cascada que esparce el Covid19.

Una cosa es que las cuarentenas se caigan bajo su propio peso porque un océano de gente necesita reabrir su negocio, volver a su puesto de trabajo, al ejercicio de su profesión o a su actividad cuentapropista, y otra cosa es sabotear el distanciamiento social para divertirse o porque sí.

Afrontar el riesgo de contagiarse y de contagiar porque la alternativa es el quebranto, el desempleo o el hambre, es comprensible. También es comprensible la necesidad de salir del encierro para combatir la depresión. Son las razones objetivas por las que las cuarentenas tienen fecha de vencimiento. Pero violarlas y romper el distanciamiento social para amucharse en celebraciones y otros tipos de reuniones con potencialidad de foco de contagios, resulta deplorable.

Las multitudes que se aglomeran en playas europeas y norteamericanas porque hace calor en el verano del hemisferio norte, o los que atiborran salones o se abarrotan a bailar en fiestas electrónicas, no tienen justificación alguna. Implican la rebelión de la estupidez contra los rigores que impone la pandemia para no ser amplificadores conscientes de los daños que causa.

Cada brote y cada rebrote dañan familias y economías, incrementando desempleo, pobreza y angustia; infectan a personas que podrán sobrevivir pero en muchos casos con secuelas, y también a personas que morirán por la vulnerabilidad que genera la edad o por las que causan algunas enfermedades preexistentes.

Tener en claro esta realidad y, aún así, invocar un derecho “sagrado” al amontonamiento, defendiéndolo en nombre de la libertad, es la actitud lamentable que sabotea el distanciamiento social.

Una cosa es la amistad y otra el amiguismo; una cosa es la alegría y otra el “alegrismo”; una cosa es la libertad y otra la insensatez con daños colaterales.

Los jóvenes que se aglomeran, amplia mayoría en el sector que se cansó de cuidarse para cuidar a los vulnerables, se parecen a la juventud que decidió sacarse de encima a los viejos en “El diario de la Guerra del Cerdo”, la novela distópica que escribió Bioy Casares.

Los países que mejor van controlando la pandemia, son aquellos en los que hubo menos gente violando el distanciamiento social por aburrimiento o cualquier otra razón que no sea una extrema necesidad, como trabajar.

O sea, los países donde hay menos “anarcoboludismo”.

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