Adivinar el futuro es tarea de profetas y tarotistas, pero ni siquiera ellos -ni nadie- lo adivinan. Los que suelen acertar una vez, luego se equivocan dos o tres veces, pero sólo buscan ser recordados por la primera ocasión y hacer olvidar las demás. Es en todo caso un acto de ilusionismo, no de futurismo. No se puede saber el futuro. No obstante, aún sin que el futuro pueda ser previsto, sí es posible una actitud más racional que también puede indicar las direcciones de la historia, hacia donde marchamos: Nos referimos a tener la habilidad (que se logra con herramientas científicas) de leer lo que está ocurriendo debajo de la superficie de la sociedad, los movimientos ocultos que se van gestando por causa de lo que hacemos arriba pero que en principio sólo se manifiestan abajo, sin que aún los podamos ver. Algo así como los movimientos internos de la tierra antes de que ocurra un terremoto. El científico más que adivinar la probabilidad de un terremoto en el futuro, lee cómo se están moviendo las tierras subterráneas en el presente. Y de allí deduce. En la realidad social y política pasa algo parecido.
Hoy vamos a analizar dos libros ya utilizados en estas columnas varias veces, porque en décadas no han perdido un ápice de su actualidad, ya que mientras más tiempos pasa, más se verifica con mayor contundencia la seriedad de ambos en haber descubierto lo que ocurría por abajo y no se veía en la superficie durante el tiempo en que los escribieron. Si a esos autores se los hubiera escuchado por el extremo rigor intelectual que pusieron en sus análisis, podríamos haber imaginado lo que nos esperaba cuando lo de abajo subiera, de modo de poder detenerlo o apresurarlo, según de qué y de quién se trataran.
Estamos hablando de “La caída final” del francés Emmanuel Tood y de “La rebelión de las elites” del norteamericano Chistopher Lasch.
En 1975, quince años antes de que ocurriera el desplome del mundo soviético (y cuando la inmensísima mayoría, tanto de los defensores como de los enemigos de la URSS estaban convencidos de que la potencia comunista se hallaba más sólida que nunca), Tood no es que adivinó nada, sino que en base a una serie de aportes científicos dedujo que detrás de su aparente fortaleza, ese sistema estaba cada vez más frágil y que no duraría más de 10, 20 o como máximo 30 años. Para eso utilizó principalmente elementos de la demografía (a la quizá un tanto exageradamente califica como “la primera y sin duda única ciencia humana verdadera”) a fin de medir índices de natalidad y mortalidad infantil, emigraciones internas, evolución de las mentalidades, crisis del sistema médico, etc., que en conjunto lo llevaron a concluir que el sistema entero se estaba derrumbando desde adentro. Todo el libro parece escrito hoy.
Así literalmente lo decía Emmanuel Tood en su libro: “Para los comunistas ortodoxos la URSS representa la sociedad del mañana, el fin de la historia, la resolución final de todos los conflictos humanos. Para los liberales la URSS es un modelo odioso pero estable que suprime la libertad, pero también las luchas sociales. (Pero no es ni una cosa ni la otra): Las tensiones internas del sistema soviético se acercan a su punto de ruptura. Dentro de diez, veinte o treinta años, un mundo sorprendido asistirá al derrumbe o al hundimiento del primero de los sistemas comunistas”.
En 1994, 22 años antes de que ocurriera el fenómeno Trump, Lasch explicó con espíritu anticipatorio algo que hoy es para muchos el principal fundamento de la llegada de los outsiders transgresores y llenos de furia al poder en las naciones, como en los Estados Unidos o en Argentina. El escritor, en el que fuera su libro póstumo, descubrió que el principal problema de su país (y en general de Occidente) era el creciente aislamiento de las elites dirigentes en relación a la gente común, al pueblo simple. Una elite indiferente, de ideología básicamente progresista pero profundamente soberbia y autosuficiente, que no sólo había abandonado sino que despreciaba a las masas populares que se sentían expulsadas de la globalización y por ende, para defenderse de un progreso que no los incluía sino que más bien les destruía sus trabajos, se protegían en la pequeña comunidad, en el elogio del patriotismo contra el internacionalismo y a diferencia de las antiguas masas de hace un siglo atrás, éstas no pretendían ya la revolución, sino la restauración de sus valores tradicionales y odiaban a las elites que suponían se los habían conculcado. Todo eso, con claridad meridiana, lo dijo Lasch poco antes de morir. sin buscar imaginarse ni prever futuro alguno. Sólo advertían. desesperadamente, con su último aliento, que si las elites tecnocráticas (de izquierda o de derecha) seguían hablándose nada más que entre sí mismas y con el resto de los “ciudadanos globales del mundo”, el debate público con el pueblo americano, que había sido la verdadera explicación de la construcción, permanencia y solidez de la república democrática norteamericana, terminaría por reducir a escombros los valores fundacionales de ese gran país. En aquel entonces Donald Trump estaba próximo a cumplir los 50 años y no podía imaginarse el destino imperial que, sin saberlo, Lasch le auguraba. Pero las aguas subterráneas estaban buscando alguien que las canalizara para invadir la superficie.
En otras palabras, si no se restituía la participación en el debate público de todos los ciudadanos americanos y se los seguía despreciando por sus creencias supuestamente retrógradas, éstos tarde o temprano se rebelarían contra la “rebelión de las elites”, pero no al modo de la rebelión de las masas que describiera José Ortega y Gasset casi un siglo atrás, que buscaban con sus movilizaciones cambiar el sistema político por otro. En aquel entonces la amenaza a la república liberal era la revolución social, ahora la amenaza a la democracia liberal sale de sus propias entrañas mediante un neopopulismo de derechas que viene a decirle a los excluidos del mundo global que ellos, con líderes como Trump, pueden “hacer volver de nuevo grande a América” como lo fue antes de 1930, previo a que las ideas socialistoides lo impregnaran todo. Y en ese posicionamiento político, Trump y Milei son un calco. Ambos son defensores del macartismo anticomunista y si se los apura, ven hasta a Ronald Reagan como un presidente de izquierdas. Las masas que Donald y Javier movilizan y conducen, no regresan para crear un mundo nuevo, sino para vengarse de las elites soberbias, autocentradas y privilegiadas que les impidieron ser incluidas en el mundo actual. O no hicieron nada para ello. Solo odio cabe entonces para la elite norteamericana y para la casta argentina por parte de las masas que fueron dejadas a las manos de Dios. A las elites ni siquiera les interesaba explotarlas, como ocurría en los tiempos en que las masas buscaban la revolución para crear otro modelo político que los liberase del yugo opresor. No, más que explotarlas las trataban con indiferencia y desprecio. Como prefiriendo que ni siquiera existieran, que no las necesitaban, que ellos se la podían arreglar solos en su mundo global. Pues bien, la venganza contra el desprecio hizo surgir de las profundidades de la tierra a nuevas criaturas políticas poco tiempo atrás inimaginables que son la expresión acabada de lo que se fue formando por debajo debido a la irresponsabilidad (y tantas otras cosas más), de los de arriba.
Así literalmente lo decía Chistopher Lasch en su libro: “Las nuevas elites están en rebelión contra las “América media” que se imaginan así: una nación tecnológicamente atrasada, políticamente reaccionaria, represiva en su moralidad sexual, de gustos semiplebeyos, pagada de sí y suficiente, torpe y vulgar. Los que aspiran a incorporarse a la nueva aristocracia de cerebros tiende a congregarse en las costas dando la espalda al interior y vinculándose con el dinero de rápida circulación: glamour, moda y cultura popular del mercado mundial…. El patriotismo no se encuentra sin duda entre las virtudes más apreciadas por ellos. El ‘multiculturalismo’ por el contrario, les sienta perfectamente… Su visión del mundo es esencialmente la de un turista, una perspectiva que difícilmente pueda suscitar una devoción apasionada por la democracia... Las guerras culturales que han convulsionado América desde los años 60 se entienden mejor como una forma de lucha de clases en que una elite ilustrada (como se considera a sí misma) no intenta tanto imponer sus valores a la mayoría (una mayoría percibida como incorregiblemente racista, sexista, provinciana y xenófoba),, y mucho menos persuadir a la mayoría mediante un debate racional público, como crear instituciones paralelas o ‘alternativas’ en las que ya no sería en absoluto necesario enfrentarse a los ignorantes”.
El cineasta Clint Eastwood, hombre de derechas que logró conquistar a las elites progresistas de Estados Unidos y de Europa por la genialidad de sus obras (y por algún que otro guiño ideológico que les hizo más por picardía que por convicción), expresó en muchas de sus películas a esa América profunda que las castas dirigenciales y la clase media mundializada ignoraban y despreciaban. Eastwood, en cambio, sin dejar de caracterizarlas objetivamente en su cruda realidad, reivindicó a esas masas populares hoy en plena rebelión. Quizá sea por eso, que Clint siempre haya votado por Trump.
En síntesis, estos dos autores más que profetizar, aconsejaban como actuar contra los nubes negras que amenazaban a mediano plazo, tanto a los EE.UU como a la URSS. Emmanuel Tood les avisaba a los soviéticos y sus satélites -15 años antes de que ocurriera- que si seguían encerrados mientras el mundo comenzaba a abrirse como nunca antes, por los avances tecnológicos crecientes (que en aquel entonces sólo estaban en sus inicios) el sistema transformaría su extrema rigidez en fragilidad absoluta por carencia total de elasticidad frente a los desafíos de los nuevos tiempos. Y si eso pasara, implosionaría. No es que alguien de afuera los destruyera, ni Juan Pablo II ni Ronald Reagan (aunque ambos ayudarían y mucho) sino que se destruirían solos. Y con respecto a Lasch, quien supo descubrir en los 90 la rebelión de las elites contra las masas, en el presente sus análisis sirven para explicar algo que él no vio pero quizá presintió porque es la reacción contra lo que vio: la nueva rebelión de las masas contra las elites.
Ni Tood ni Lasch adivinaron el futuro, solamente les advirtieron a los dueños del poder las cosas horribles que les podrían pasar si no eran capaces de cambiar profundamente sus gravísimos defectos y defecciones. Pues bien, el futuro es hoy.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar