El megaproyecto de ley con el que el presidente Milei pretendía cimentar las bases de la nueva Argentina no llegó a destino. Primero se desgranó en los intensos días de debate y negociaciones en las comisiones parlamentarias para luego ser retirada en medio de acusaciones cruzadas entre el gobierno y la oposición. Su fracaso ha sido objeto de lecturas diversas. Están quienes subrayan la desmesura del proyecto, la improvisación y el nulo conocimiento del oficialismo sobre el derecho o técnica parlamentaria. En cambio, Milei y su séquito de asesores y fieles devotos, atribuyeron la derrota a la “casta” y los “traidores”, acusados por igual de representar los intereses del país corporativo que condenan a la frustración la salud o bienestar del pueblo.
Algunos interpretan el lenguaje del poder presidencial como expresión de un liderazgo populista con poca representación en el Congreso, sin estructuras partidarias consolidadas, nula radicación territorial y ausencia de equipos técnicos con experiencia suficiente en gestión pública o estatal que lo obligan a entablar alianzas inestables con figuras más o menos influyentes de fuerzas opositoras y pretende formalizar en su esquema de gobierno. Un líder plebeyo nacido a la vida pública de la inmediatez de la era tecnológica y digital, la simplificación discursiva y emocional, el fastidio ciudadano ante la espiral inflacionaria, el deterioro de servicios públicos esenciales, el bloqueo de expectativas a futuro de los jóvenes y la amarga experiencia de la progresiva decadencia del país. Un conjunto de motivaciones ciudadanas que lo convirtió en presidente con el 56% de los votos y anida principalmente en la “opinión pública”, convertida en su única aliada convencida como nunca antes de que la austeridad fiscal constituye un requisito básico de gobernabilidad pero que, a su vez, pende de un frágil hilo en función del drástico ajuste del sector público, la devaluación y la licuación de salarios reales en todas las categorías de trabajadores y jubilaciones.
Aun así, el lenguaje del poder presidencial pone sobre el tapete el todo o nada, que empobrece el debate público e interpreta la negociación como problema, y no como mecanismo inherente del sistema de controles internos de la democracia republicana recuperada en 1983, y reformada en 1994 en base al muchas veces cuestionado “Pacto de Olivos”, el acuerdo celebrado entre Menem y Alfonsín que avanzó decididamente en los derechos de tercera y cuarta generación e introdujo reformas cruciales del régimen representativo de la república federal: redujo el mandato presidencial y habilitó la reelección, creó la figura de jefe de gabinete, declaró que los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático y dispuso la representación de la oposición de cada provincia en el Senado de la Nación, entre otros temas importantes.
Milei parece denostar dicha tradición y ancla su arenga en un vínculo que no acepta ningún tipo de intermediación convirtiéndose en único interprete de la voluntad popular. Con ello, pone de relieve un razonamiento político y doctrinario bien antiguo, el de la revolución francesa, el laboratorio del poder y la política de donde provienen conceptos y prácticas sociales claves de la cultura democrática contemporánea. La que instaló la noción de “soberanía nacional”, y la que tematizó la idea de “casta” de la mano de Sieyès quien apuntó de lleno contra los privilegios de la nobleza, el clero y de la monarquía francesas para fundar la única soberanía legítima, la del pueblo. Esa clave de lectura no da a lugar a matices, diferencias o “partidos”, en tanto colisionan o atentan contra la felicidad del pueblo o la nación.
Mas cerca de nuestra cultura política la comprensión y juicio sobre el papel de los partidos y la negociación en la vida política dio lugar a intensas controversias, y supuso un forzoso aprendizaje institucional. Ya en 1853 Alberdi polemizó con Sarmiento sobre la firme decisión de Buenos Aires de rechazar el acuerdo de gobernadores que anticipó la reunión de la convención constituyente de Santa Fe, y la fundamentó en la valoración negativa de los partidos (o facciones) en aras de la “fusión” y “unidad nacional” con lo cual desacreditaba la figura del adversario político.
Esa visión no habría de permanecer intacta en las décadas siguientes para cuando los regímenes representativos provinciales ganaron complejidad a raíz de reformas políticas, institucionales y constitucionales enmarcadas en el desigual crecimiento demográfico, económico y cultural del país federal. En ese intenso proceso de transformación, los partidos políticos cobraron vigor en la vida pública e incidieron en reformas electorales que abrieron las puertas a la representación de las minorías en las legislaturas unicamerales o bicamerales de cada provincia entre fines del siglo XIX y los albores del nuevo. Con ello, la figura del rival político ganó centralidad y legitimidad vigorizando la lucha electoral y la competencia por el voto popular en función de juzgarse ventajosa para el funcionamiento republicano y el desarrollo de la civilidad.
Pero esa opinión no sería el común denominador de las prácticas políticas de las dirigencias argentinas. Y sería sobre todo la crisis desatada en el partido gubernamental la que mostraría con crudeza la valoración negativa de la negociación en las formas de pensar y hacer política. Para entonces, el presidente Juárez Celman (1886-1890) lideraba el partido autonomista nacional (PAN) y había conformado su gobierno y nutrido las agencias estatales con los “incondicionales”, es decir, con sus más fieles partidarios excluyendo a los seguidores de Roca, y de influyentes personajes del partido autonomista dispersos en el territorio nacional. Ese estilo político se replicó también en las provincias en medio de la feroz crisis económica dando lugar a conflictos y alzamientos armados que abrieron las puertas a la intervención federal en Córdoba, Tucumán y Mendoza, y a la expulsión de profesores y rectores de los colegios nacionales que fueron objeto de denuncias públicas, como el vibrante discurso que pronunció el Dr. Agustín Álvarez en el paseo de la Alameda mendocina cuando celebró la renuncia del presidente Juárez y el fin del “Unicato” que había asolado la república.
La revolución del 90 o del parque, como se la llama, no habría de sepultar la idea negativa de la negociación, aunque esta serviría al acuerdo que permitió vadear el temporal económico y restablecer la estabilidad institucional con dirigentes procedentes del riñón de Roca y del sector liderado por Bartolomé Mitre, hasta la víspera nucleados en la coalición de los cívicos. La intransigencia anidaría especialmente en la prédica del fundador de la UCR, Leandro N. Alem, el firme detractor de la federalización de Buenos Aires en los debates de 1880, y confiado en el progresivo saneamiento del régimen representativo desvirtuado por la apatía cívica y las trampas electorales. Un político de larga trayectoria y profundo estudioso de las teorías y doctrinas políticas y jurídicas inspiradas en la tradición liberal de Locke y renovadas con las lecturas de Tocqueville, Stuart Mill o Laboulaye. Un perfil político dotado de estrictos principios morales y principistas que hizo gala de una vida austera y de la intransigencia un rasgo primordial de su accionar público. Como señaló Ezequiel Gallo, esta última se hizo patente en la oposición sistemática a concertar alianzas o coaliciones porque rechazaba la idea de compromiso como herramienta idónea del desempeño político e institucional.
Alem instalaba en aquella Argentina el todo o nada, una idea o convicción que lo condujo a liderar debates valiosos sobre el federalismo y las libertades públicas, denunciar los vicios del régimen oligárquico y las malas prácticas de los políticos profesionales, y liderar revoluciones cívicas frustradas. Un estilo que fue increpado por correligionarios y opositores, cuyas hilachas serían recogidas por Hipólito Yrigoyen (su sobrino y heredero político) al momento de usar selectivamente la negociación con los sindicatos para ampliar sus bases electorales, y arremeter contra sus adversarios en el Congreso y en las provincias, asociando la causa radical con la identidad y el interés de la nación.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y Universidad Nacional de Cuyo.