El fundador de Sendero Luminoso, o, como se hacía llamar, “la cuarta espada del marxismo”, Abimael Guzmán, falleció el 11 de septiembre en la prisión de Lima donde cumplía una condena de por vida. ¿Se arrepentiría en sus últimos minutos de los setenta mil muertos que causó la insurrección maoísta que provocó en el Perú y en lo que la Comisión de la Verdad calculó el número de víctimas que esta causó? Probablemente, no. Era un arequipeño de Mollendo, tenía 86 años, había estudiado derecho y filosofía y conocer China y la obra de Mao Tsé Tung le había transformado la vida. Tanto que dedicó muchos años en preparar discretamente esta revolución que llenó de sangre y de muertos a la región andina, la más pobre del Perú. Su centro fue la Universidad de Huamanga, en Ayacucho, de donde procedían la mayor parte de sus primeros cuadros; luego vendrían muchos más, de casi todo el Perú.
Fue una revolución que duró cerca de doce años desde que comenzó, en mayo de 1980, y en la que hubo de todo, desde asesinatos en frío, hasta apagones por las voladuras de las torres de luz, torturas, perros colgados en los postes con una inscripción que los senderistas creían ominosa (“Ten Siao Ping”), confinamientos, y, sobre todo, cadáveres de inocentes regados por doquier. Los campesinos de la sierra, en un principio, apoyaron esta insensata guerrilla por las condiciones miserables en que vivían y trabajaban, pero cuando Guzmán, fiel en esto a las enseñanzas de Mao, que quería que el campo asaltara a las ciudades, les prohibió los mercados de los sábados donde vendían y hacían sus compras, se le voltearon y aparte de combatirlo con los llamados “ronderos” apoyaron al Ejército en las emboscadas y la represión. Así terminaron esas matanzas colectivas y el desastroso empobrecimiento del Perú en los años ochenta, en los que, por qué ocultarlo, hubo también una dictadura que asesinó a muchos inocentes y saqueó las arcas públicas.
Ahora hay un interesante debate en el Perú sobre qué hacer con el cadáver de Abimael Guzmán, si entregárselo a su viuda, Elena Iparraguirre, que también cumple prisión, pues es la segunda de Sendero Luminoso o incinerarlo, para evitar que su tumba atraiga a todos los izquierdistas extremos a rendirle su homenaje. Esto último es seguro, así que el poder judicial, o el gobierno, o el parlamento, que deben decidir sobre este asunto, ya saben a qué atenerse.
¿El tiempo de las revoluciones está aún vigente en América Latina? Sólo los insensatos podrían creerlo así. Desde que alcanzamos la independencia hemos estado guerreando unos con otros, o tratando de derribar a nuestros gobiernos, lo que ha permitido a nuestros Ejércitos cargarse de armas y alimentar a las dictaduras salidas de su seno, así como liquidar a decenas de miles de los jóvenes más generosos y sacrificados de nuestros países, de modo que continuar por este camino sólo puede seguir produciendo matanzas, además de hundirnos cada día más en el subdesarrollo, el tercermundismo y la miseria. Tal vez haya llegado la hora de emprender otro camino, el de los países que de veras progresan, aumentan sus niveles de vida, crecen sus industrias y con ellas los sistemas de educación y de salud, los salarios y los puestos de trabajo. Esto no es imposible. Basta mirar el ejemplo de los países europeos y, últimamente, el de los países asiáticos como Corea del Sur, Taiwán o Singapur. En cambio, mirar del otro lado, debería ser suficiente para ver que las famosas “revoluciones” sólo han traído catástrofes semejantes a las que produjo en el Perú Abimael Guzmán. Es verdad que algunos de sus admiradores están ahora en el Gobierno peruano y son nada menos que ministros, pero lo menos que se puede decir de estas personas, que figuran en atestados policiales, es que, si siguen el modelo de su admirado Guzmán, fracasarán tanto o más que él y hundirán un poco más al Perú en la desilusión y la miseria.
La única revolución que ha tenido “éxito” en la historia de América Latina es la cubana de Fidel Castro y sus dos satélites, Venezuela y Nicaragua. El triste espectáculo que hemos presenciado hace algunos días, en casi todos los pueblos de la isla, deja una impresión lastimosa de sus logros, que parecen ser ínfimos, en tanto que millares de familias cubanas se han repartido por Estados Unidos y el resto del mundo (aquí, en España, son innumerables). Y qué decir de Venezuela, el país potencialmente más rico de América Latina, y acaso del mundo, que ha expulsado a cinco millones y medio de venezolanos que se estaban muriendo de hambre. ¿Y Nicaragua? Para hacerse reelegir una vez más, la siniestra pareja que gobierna ese país ha mandado a la cárcel a todos sus adversarios –qué fácil resulta ganar unas elecciones así- y la última de sus víctimas, el escritor Sergio Ramírez, acaba de llegar a España, donde ha declarado, “Es duro tener 79 años y exiliarse de nuevo”. Él es un generoso luchador, ya vivió muchos años de exilio luchando contra la dictadura de Somoza, y una vez más inicia un destierro que ojalá no dure mucho más, pues serán, es evidente, años de horror y miseria para su desdichado país.
El gran problema de América Latina es la corrupción, que tiene su foco en los ministerios y centros oficiales, y que espanta a los mejores latinoamericanos de hacer política, a la que ven cada día con más asco y repugnancia. Y mientras los mejores desdeñen la política se ocuparán de ella los peores, con las consecuencias más temidas. La más grave de ellas es el hambre de las mayorías y las enfermedades que produce, la falta de trabajo, la pésima educación pública y la excelencia de la privada, que abre cada vez más la diferencia entre los pobres y los ricos. Frente a eso no hay revoluciones que hayan triunfado y que respeten la libertad, que es indispensable para atajar la corrupción en su misma mata, y para respirar tranquilo, sin saberse víctima de la noche a la mañana de los atropellos de la arbitrariedad gubernamental.
Hay quienes se remontan a cinco siglos atrás, en las fuentes del mal que aqueja a América Latina. Por ejemplo, el presidente de México, que ha pedido a España que pague en efectivo los muchos millones que sin duda costaría la conquista de México. La verdad es que la responsabilidad primera del estado de los indígenas de América Latina son los gobiernos que hemos tenido desde la independencia. Todos ellos, sin excepción, han fracasado vergonzosamente en la obligación que tenían de impulsar a los indios de América Latina en su modernización y en su sistema de vida. Ni México, ni Guatemala, ni Colombia, ni el Perú, ni Bolivia, ni Paraguay, han hecho absolutamente nada por los indígenas que son, como decía José María Arguedas, una “clase cercada” por la ingratitud y el desprecio de los “blancos” y “mestizos”, que han seguido explotándolos y marginándolos. De manera que no es España, que nos dejó esa magia del idioma más vigente en el mundo después del inglés, y que es el mejor salvoconducto a la modernidad, sino nosotros mismos, los latinoamericanos, los responsables de la triste condición de los indígenas, en todos los países de América Latina, sin una sola excepción.