Es en épocas electorales aquellos momentos en que se evidencia con más nitidez la falta de apego que tiene nuestra sociedad y nuestros dirigentes respecto a los principios constitucionales de nuestra Nación. Esta visibilidad se debe a las denuncias cruzadas en el debate político entre candidatos. Por otro lado, es el momento en que el pueblo soberano tiene poder de influencia sobre la agenda política y sus representantes. Pero para ejercerla tiene que estar instruido.
Allá por el año 1810, decidimos que los pilares de sustentación de la arquitectura de nuestra sociedad serían los principios de igualdad y libertad. Hagamos un repaso de dónde venimos y cómo estos principios se materializan en el ordenamiento de las sociedades en general y de la Argentina en particular.
Vayamos pues al Medioevo y teniendo en cuenta el sistema de organización socio-político del feudalismo, vemos que la falta de igualdad entre los miembros de esa sociedad imposibilitaba el desarrollo integral de los individuos que la conforman, así como también imponía de forma arbitraria y definitiva, los roles que cada uno debía ocupar dependiendo de la procedencia de su cuna.
Esto implicaba que solo los nobles ostentaban el derecho hereditario de ejercer la suma del poder, reuniendo en sí, la potestad de gobernar, legislar y juzgar. En consecuencia, el resto de la sociedad quedaba a merced de las capacidades intelectuales, éticas y morales del noble al que le tocara heredar esa posición.
Las profundas asimetrías que este orden social ineficiente producía, entre otras, podemos citar que las personas se veían arrastradas por las guerras, la pobreza, las injusticias o diferentes arbitrariedades; muchas veces fruto de caprichos o incapacidad del gobernante de turno.
La efervescencia que esta situación generaba en el seno de la sociedad, posibilitó la sensibilidad social necesaria para que surgiera con fuerza la idea de igualdad. Una idea que creció tanto que ya era imposible no materializarla en el ordenamiento de la vida colectiva y en la forma de gobierno, retomando así los conceptos de la Democracia griega y la República Romana.
Esto se debe, a que únicamente mediante estos dos conceptos, podremos materializar la igualdad entre todos los ciudadanos ante el imperio de la ley. Ya que solo la democracia garantiza que cualquier ciudadano pueda acceder a los distintos roles del poder público.
En igual sentido, con la República se pretende dividir este poder, distribuyéndolo en diferentes instituciones; logrando así que cualquier ciudadano que accede a roles de poder, al no ostentar la suma de ellos, tenga un límite en el ejercicio de las funciones, o le sea imposible perpetuarse en su ejercicio.
Independientemente de la organización que adopte un pueblo, las instituciones son esenciales y básicas para la estabilidad y sustentabilidad de la estructura social, puesto que son reglas establecidas que sirven de referencias para las relaciones humanas. La diferencia recae en que las democracias republicanas son flexibles para reconocer y normalizar la legitimidad de instituciones informales que surgen como resultado de la evolución moral de una sociedad. Esta flexibilidad es uno de los motivos por los cuales las instituciones son tan importantes para las democracias republicanas, es necesario estar atentos para que estos cambios, si los hubiere, sean el resultado de pactos sociales.
Entre las instituciones encontramos a los actores públicos, políticos, económicos y sociales. Ya inmersos en un contexto donde ejercemos la democracia republicana como forma eficiente de organización social, debemos destacar la importancia que desempeñan los partidos, como actores políticos, cuyo rol principal se centra en nuclear y representar a las personas que tienen visiones e ideas sobre el modelo de sociedad que aspiran.
Los partidos cumplen la función de legitimar el interés que tienen los individuos que de acceder a funciones públicas que encarnan el ejercicio del poder; al mismo tiempo regulan la dinámica de competencia interna de los aspirantes.
Entonces, considerando el rol central de los partidos políticos en cuanto a la representatividad y lucha por la obtención del poder, es necesario preguntarnos cuál es la responsabilidad de los dirigentes en el deterioro o fortaleza de estos actores y su vida interna. Este interrogante es clave para evitar que el sistema democrático se corrompa transformándose en una “partidocracia” donde priman el clientelismo, el nepotismo y demás arbitrariedades a fin de obtener y retener el poder, amenazando con esto las bases mismas de nuestra genética como sociedad.
En los medios de comunicación y en redes sociales vemos con estupor a dirigentes que no asumen la responsabilidad pública asociada al ejercicio del rol que desempeñan, es común observar como debilitan el carácter institucional de los actores políticos y su rol como resorte estabilizador.
Por todo esto, es deber de todo ciudadano en una democracia republicana velar por la fortaleza de los partidos políticos y no permitir dinámicas de competencia interna ilegítimas que pongan en riesgo los principios fundamentales de libertad e igualdad. Y en relación a los dirigentes irresponsables, se debe tener una actitud enérgica contra los que, escudándose detrás de la igualdad, argumentan ser personas comunes y en consecuencia, no miden el tono, ni la forma de sus expresiones y menos aún reconocen el efecto desestabilizador que esto genera y su consecuencia en la concordia y el progreso de una Nación.
* Los autores son presidenta y vicepresidente de la Fundación República.